Sostiene un refrán anglosajón que beggars can't be choosers. O sea, que quienes mendigan no pueden mostrarse muy selectivos ni exigentes. En Cataluña no se aplica tan sensato aserto: aquí mendigamos y, al mismo tiempo, nos ponemos farrucos (y hasta desagradables) con las víctimas de nuestros sablazos.

Lo acaba de demostrar una vez más nuestro ínclito presidente regional, Pere Aragonès, con su no asistencia al encuentro de este viernes en La Palma de líderes autonómicos mientras, a la vez, se apresta a pedirle al FLA (Fondo de Liquidez Autonómica) 12.662 millones de euros para hacer frente a sus gastitos de este año.

Otro refrán, esta vez español, asegura que al que algo quiere, algo le cuesta. Tampoco se aplica en Cataluña, donde su máximo responsable político se dedica a la práctica del sablazo sin dar nada a cambio, aportando excusas tan peregrinas como que el encuentro de presidentes autonómicos es una pérdida de tiempo, una cuchipanda para hacerse fotos y, sobre todo, aunque no se especifique, una ofensa para Cataluña, que es una nación de verdad (no como el resto de regiones españolas) y exige una relación bilateral con el Estado en la que sus preocupaciones (y sus manías) no se diluyan en el magma de la solidaridad interterritorial. Dame la pasta y olvídate de mí: ése sería el subtexto de la última gracia del señor Aragonès (y da gracias de que te la acepto, podría añadir).

Hace tiempo que la Cataluña lazi ejerce de pedigüeño exigente. Forma parte de la actitud general de nuestros gobiernillos, que, aunque son incapaces de sufragarse con fondos privados porque nadie les avanza ni un euro y se ven obligados a recurrir a Papá Estado, consideran fundamental adoptar una postura de falsa dignidad de cara a la galería.

Lo de la conferencia de presidentes autonómicos es una salida de pata de banco más a añadir a muchas otras, siempre relacionadas con el trato que la (imaginaria) república catalana debe mantener con el Estado español: cada vez que viene el rey hay que mostrar cierta contrariedad y saltarse su discurso, pero no la cena posterior; cada vez que aparece el presidente del Gobierno de verdad, hay que montar un vistoso aparato diplomático con muchos mossos d'esquadra vestidos de gala para dar la impresión de que se recibe al mandatario de un país extranjero; cuando el presidente se ha vuelto a Madrid, el presidentillo da una rueda de prensa tras haber hecho desaparecer la bandera del país visitante; y así sucesivamente.

Cualquier cosa menos aceptar que las cosas son como son: Cataluña no es un país independiente, sino una comunidad autónoma más del reino de España; Pedro Sánchez no preside ningún gobierno extranjero; la policía autonómica no es el ejército de la república catalana; no queda más remedio que poner el cazo en el FLA porque no hay más sitios donde ponerlo.

Cataluña es el único lugar del mundo en que los mendigos (creen que) pueden escoger. A ello contribuye la actitud tolerante del Estado, que parece considerar los desplantes de los gobiernillos lazis como una suerte de rareza inofensiva y hasta entrañable desde que la aventura republicana pasó de generar preocupación a inspirar una lástima de cansancio, aburrimiento y compasión.

Desde entonces, en Madrid se dedican, como suele decirse, a echarnos de comer aparte y a aguantarnos como a una especie de pariente difícil de tratar, pero al que hay que soportar porque, a fin de cuentas, es de la familia, por desagradable resulte a menudo. Así hemos llegado a situaciones como la de la reunión de este viernes, en la que el pariente de trato difícil intenta ofender a una familia que ya ni se da por aludida porque está acostumbrada a sus rarezas y a sus delirios de grandeza.

Y así es como nos vamos convirtiendo en un paisito cada vez más ridículo dirigido por mendigos que se creen con derecho a elegir y a menospreciar a las víctimas de sus sablazos mientras impostan una dignidad de la que carecen.