Resulta curioso que, en Cataluña, quienes más se curran el Día de la Hispanidad sean los independentistas. Los demás nos lo tomamos como un festivo más, salvo los que se apuntan a alguna manifestación anti lazi, y en Madrid, coincidiendo con el tradicional desfile, los que detestan al presidente del gobierno (sobre todo, si es de izquierdas o aparenta serlo, como el actual), que se acercan a la Castellana a insultarle un poco. Todos los países celebran su fiesta nacional un día determinado del año y España no es una excepción. Hasta las autoproclamadas naciones sin estado organizan un jolgorio patriótico un día al año, como es el caso de la Cataluña catalana el 11 de septiembre, que también es acogido por la población general como un festivo más que, con un poco de suerte, permite hasta ir a la playa. Ayer, en Barcelona, hizo uno de esos días de ir a la playa (el cambio climático es imprevisible y estamos en pleno veranillo a destiempo), por lo que intuyo que la ciudad se vació bastante. En la calle, puede que solo quedaran los manifestantes de la Hispanidad y esos que se autodenominan antifascistas (aunque se comporten habitualmente como genuinos fascistas) y que cada año dan la chapa con lo mismo: el genocidio, la situación colonial de Cataluña y otras inexactitudes con las que parecen pasárselo pipa.

El 12 de octubre, los indepes hacen el indio de manera literal y se muestran tremendamente activos a la hora de quejarse de las celebraciones del país de al lado, que deberían traerles sin cuidado. La tendencia a la sobreactuación se detecta en todos los estratos del inframundo lazi: en la Generalitat, los mandamases gustan de hacerse fotos en sus despachos haciendo como que trabajan (mientras los mindundis disfrutan de un día libre, tanto si son partidarios de la unidad de España como si no); los columnistas del régimen mojan la pluma en veneno de los Borgia para insistir en que Cataluña es la última colonia española, en que nos portamos muy mal con los pobres indios hace cinco siglos, en que el franquismo sigue vivo y demás cantinelas cansinas: de hecho, podrían publicar el mismo artículo cada año y nadie se daría cuenta; los supuestos anti fascistas, por su parte, se dedican a incordiar a los de la manifestación con motivo de la fiesta nacional, a mirar mal la estatua de Cristóbal Colón, a insistir en la tabarra del genocidio y a multiplicar su actividad precisamente el único día del año en que podrían justificar plenamente su derecho a la holganza. El lema de todos estos personajes es que no hay nada que celebrar, pero la verdad es que, a fin de cuentas, acaban siendo los que más celebran, a su peculiar manera, el Día de la Hispanidad.

Dice el refrán que no hay mayor desprecio que el no hacer aprecio, pero yo diría que los indepes lo desconocen. Se les concede una oportunidad de oro para tumbarse a la bartola y la desaprovechan, mientras que los que no tienen nada en contra de España son los que disfrutan del descanso, ya sea en su hogar o en la playa más cercana. Algunos indepes llegan hasta el extremo de dejarse la pasta en su peculiar celebración, ya que, para poder quemar una bandera española, primero hay que comprársela a los chinos (aunque no descarto que, dada la visión comercial de esta noble comunidad, te salga gratis al adquirir dos esteladas). En cualquier caso, el espectáculo es el mismo cada año. Como en el caso de los columnistas del régimen, si en TV3 pasaran las imágenes de las actividades indepes de hace tres o cuatro años, tampoco creo que nadie se diera cuenta de la engañifa.

Las fiestas nacionales son cansinas por definición, ya que consisten en la repetición, año tras año, de la misma y previsible ceremonia. Pero hay que decir en su descargo que se celebran prácticamente por obligación. La contestación lazi, por el contrario, es voluntaria y mucho más entusiasta, lo que obligaría, en mi modesta opinión, a quienes la escenifican a añadir elementos nuevos a la representación. Nunca los hay y todo es tan previsible como el desfile de la Castellana, incluyendo la inevitable performance europea del fugado Puigdemont, que aprovecha la ocasión para hacer una vez más el indio de manera real y metafórica. Teniendo en cuenta que la independencia de Cataluña no parece inminente, pero que la tabarra al respecto puede ser eterna, se agradecerían algunas novedades en su puesta en práctica. Personalmente, lo más divertido que leí ayer sobre asuntos procesistas se lo debo al inefable Antonio Baños, quien asegura que su juicio debería anularse porque no se le permitió hablar en la lengua propia de Cataluña, una lengua que él, tan charnego como quien esto firma, tuvo que aprender porque no era su lengua propia hasta que decidió que le sería de utilidad hacer como que sí lo era. La verdad es que has estado genial, Antoñito. Tienes cada ocurrencia…