En Cataluña, como en todas partes, contamos con algunos personajes de esos de los que nunca te libras. Pensemos, por ejemplo, en la inefable monja Forcades: llevábamos un tiempo sin saber nada de ella y, de repente, nos la encontramos en las páginas de The New York Times, donde un artículo la señala como una de las principales representantes del activismo antivacunas cuyos delirios, emitidos desde el convento en el que inexplicablemente le dan cobijo, llevan la alegría a los hogares de los conspiranoicos de extrema derecha de todo el mundo. O en el (aparentemente) olvidado Josep Antoni Duran i Lleida, que acaba de sacarse de la manga la Academia Europea Leadership, una escuela para formar a futuros masters of the universe, que diría Tom Wolfe, y que suena un poco a maniobra desesperada para seguir tarifando y darse más importancia de la que tiene, actividades a las que dedicó toda su carrera política.

Aunque ignoro la composición del profesorado, la cosa me huele a chamusquina, pues si algo puede enseñar Duran i Lleida es su variante particular de la picaresca y la autoimportancia, que le permitió pegarse la vida padre durante décadas con su doble (y falsa) vida de socio imprescindible de Jordi Pujol y líder español de la concordia y la tolerancia entre el centro y la periferia. En su relación con Artur Mas, por las mañanas le ayudaba a montar el prusés y por las tardes, cuando el otro no miraba, se lo desmontaba. Se pasaba la vida en Madrid haciendo no se sabía muy bien qué, pero desde una suite del Palace. Durante años y años nos hizo creer que era un elemento fundamental para el nacionalismo catalán y la armonía entre españoles. Cuando su partido, Unió Democrática, se desgajó de Convergencia, quedó claro que nunca había aportado nada de importancia al pujolismo y que, a su secta democristiana, cuando iba por libre, no la votaba ni su tía: Unió acabó en la ruina y dejando unos pufos sobre los que se ha corrido un tupido velo. Fue entonces cuando todos nos dimos cuenta de que el señor Duran nos había engañado durante un montón de años en los que se las apañó muy bien para darse más importancia de la que realmente tenía; de que, en el fondo, era un impostor que interpretaba por la cara el papel de político fundamental, tanto a nivel catalán como español. Tras el hundimiento de su partido, pareció que adoptaba un perfil bajo y que se disponía a esfumarse discretamente, orgulloso del tocomocho triunfal en el que había consistido toda su carrera política, pero ahora nos sale con la academia esa en la que dice que va a formar a los futuros líderes de la nueva Europa.

Cuajo no le falta, desde luego, aunque yo creo que hubiera bastado con un manual de argucias destinadas a aparentar lo que no se es y medrar a partir de ahí, un libro que situar en mis estanterías junto a las memorias del doctor Cabeza o de Espartaco Santoni, una aportación de peso a la tradición picaresca española. No me cabe la menor duda de que para fabricar farsantes, impostores y cantamañanas, el señor Duran i Lleida está más que preparado, pero los infelices que se apunten a su escuela para llegar a masters of the universe pueden llevarse un chasco notable: echarles una mano a los demás es algo que nunca formó parte de los planes de nuestro hombre, dedicado durante décadas en exclusiva a diseñarse a sí mismo como una estafa unipersonal que funcionó de maravilla hasta que dejó de hacerlo. Me hubiese gustado ver la cara de bobo que se les puso a los convergentes cuando se dieron cuenta de que el socio providencial no les había servido nunca de nada.