En cierta ocasión, le preguntaron a Josep Pla cuál había sido su prioridad en la vida, a lo que respondió que tratar de esquivar la cárcel. Ese es el único punto de contacto entre el escritor ampurdanés y Carles Puigdemont, con la diferencia de que éste oculta su principal preocupación bajo una apariencia épica. Solo lo más delirante del lazismo se cree que Puchi vaya a volver a Cataluña para celebrar su 60 cumpleaños, como anunció recientemente, tras venirse arriba por la nueva no extradición de su mascota balear, el ínclito Valtònyc, a quien aprovecho para recomendarle que espere sentado la disculpa de este medio por un artículo de opinión en el que se insinuaba que el artista (con perdón) se estaba tocando los huevos a dos manos en Bélgica, como hacía en España cuando no estaba despachando tomates en el puesto de verduras de su señora madre (que en gloria esté).

En vez de preocuparse por su situación judicial, que se le puede complicar en cualquier momento, Laura Borràs afirma en una entrevista en Can Antich que el regreso de Puigdemont puede ser básico para acabar de implementar la independencia. Y lo dice como si a esa quimera solo le faltaran unos detallitos, unos flecos, para hacerse realidad, cuando está más lejos que nunca. Coincido con ella, eso sí, en que la mesa de diálogo con el Gobierno central es una pamema que no sirve para nada --Sánchez sigue el consejo que daba Dilbert, el personaje de comic, en el título de uno de sus libros, Always postpone meetings with time wasting morons (Pospón siempre los encuentros con merluzos que te hacen perder el tiempo)--, pero creer que la vuelta a casa de Puchi, recibido por masas eufóricas cantando temas del Jesucristo Superstar de Andrew Lloyd Webber, constituiría un paso de gigante para la libertad del terruño es de una ingenuidad ridícula.

Puigdemont ha demostrado ampliamente ser un irresponsable y un cobarde que se da el piro dejando tirados a sus secuaces y optando por lo de que el que venga atrás, que arree (como puede atestiguar, entre otros, el beato Junqueras). A lo máximo que llega, obedeciendo a cierta solidaridad entre delincuentes, es a tomar partido por los presos de ETA, propiciando una excursión a Euskadi de sus compañeros de, digamos, lucha para participar en una manifestación de amigos, familiares, defensores y admiradores de ciertos criminales vascos (nueva muestra de solidaridad, en este caso entre presidiarios). Regresar a España, arriesgándose a ser detenido, conseguiría, a corto plazo, una explosión de júbilo indepe y un problema para el Estado, al que pondría en un brete con la justicia europea. Como arma de propaganda sería una jugada, si no magistral, sí ideal para reverdecer los propios laureles, ya un poco mustios, y elevar la moral de las tropas, pero la demostrada cobardía de Puigdemont le incapacita para semejante sacrificio: mucho mejor quedarse en Bélgica, ejerciendo de lucecita de Waterloo y chinchando a distancia, que es para lo único que sirve y lo único que le permite su carácter temeroso y pusilánime.

Un carácter, por otra parte, no muy diferente del de sus fieles y compañeros de viaje en la política catalana, conscientes también de que, desde la aplicación del 155, poco más que chinchar pueden hacer. O mostrarse muy desagradables, como solicitaba un tal Xavier Roig en un artículo que le censuraron en el Ara y que ha contado con el aplauso de la intelectualidad procesista, encabezada por el humanista rural Peyu. A falta de algo más trascendental, ahora centran sus esfuerzos en la lengua porque hay que aparentar que se sigue en la brecha, pero sin riesgos de acabar en el trullo. Los lazis al mando ya solo pueden optar a un matonismo lingüístico y a tratar de abochornar a padres de familia que piden más horas de castellano en la escuela o a críos que se presentan a concursos de TV3 para que un esbirro del régimen les prohíba hablar castellano. Hasta inspirarían lástima, si no dieran tanta grima.