Ya lo cantaba el difunto David Bowie: We can be heroes just for one day. Así debieron sentirse el domingo los aspirantes a inhabilitado --el Astut, el Quico, la Forca y demás compañeros mártires-- mientras una turba congregada en la avenida María Cristina --80.000 personas, según la guardia urbana; 45.000, según otros cálculos, y reclutada en parte por el sistema franquista del autobús y el bocadillo-- los jaleaba y cantaba sus alabanzas. No sonó el himno de Bowie, claro está, pero daba gusto ver a toda la pandilla de falsos oprimidos canturreando L'estaca bajo la mirada satisfecha de su autor, Lluís Llach, ése que dice que El Periódico practica un "unionismo venenoso" y que, si no me equivoco, estrenaba gorrito para la ocasión (la sonrisa revolucionaria era la misma de siempre).

Reivindicar el derecho a destruir un país que lleva siglos en funcionamiento constituye una actitud a medio camino entre el cinismo y la estupidez que merecería por parte del Estado una respuesta más contundente que la emitida hasta ahora

No faltaba ni una figurita del pesebre separatista, más los tontos útiles de Catalunya Sí Que Es Pot, con los que siempre se puede contar para apuntarse a cualquier sandez. Todos diciendo cosas solemnes y llamando a la sublevación a un montón de pantuflistas incapaces de jugarse nada por lo que se supone que anhelan. Brillante, como siempre, el Dúo Sacapuntas del prusés, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, dos bocazas especializados en enardecer a las masas para luego salir pitando en cuanto huelan a la cabra de la legión. Chulería a raudales. Y perversión del lenguaje a granel, especialmente por parte del honorable Cocomocho: si hace unos días dijo que el periodismo que se practica en Cataluña se le antoja ejemplar --¿quién mejor que él para saberlo, pues toda su carrera profesional se ha sufragado con dinero público?--, el domingo equiparó soberanismo con democracia y se quedó tan ancho. No se olvidó de señalar la supuesta deriva anti-democrática del perverso Estado español, ni de presentarse como la víctima mayor de un país de víctimas de la intolerancia del vecino. Escupiendo en la cara de los genuinos oprimidos de este mundo --que los hay, y no son ellos--, 80.000 o 45.000 quejicas se desfogaron en público. Evidentemente, a ninguno se le ocurrió pensar que igual los opresores son ellos, pues llevan imponiendo su criterio a más de la mitad de los catalanes desde 1980.

Reivindicar el derecho a destruir un país que lleva siglos en funcionamiento --aunque no siempre de manera ejemplar, todo hay que decirlo-- constituye una actitud a medio camino entre el cinismo y la estupidez que merecería por parte del Estado una respuesta más contundente que la emitida hasta ahora. Con el daño a la convivencia que han hecho los encausados, deberían dar gracias al Señor de que no haya multas ni amenazas de cárcel, solo la posibilidad de jubilarlos anticipadamente por el bien de la comunidad.