Cuando Josep Borrell alabó la gallarda actitud del presidente ucraniano en comparación con la de otro presidente, no dijo cuál, que, en cuanto pintaron bastos, se dio el piro en un coche, Carles Puigdemont se dio por aludido, salió de su letargo belga y se puso a echar pestes de nuestro máximo euro funcionario. El hombre creía sinceramente que Borrell se refería a él y a su bochornosa huida de Cataluña cuando la charlotada independentista de octubre de 2017. Hasta precisó que no había cruzado las fronteras embutido en el maletero de un coche, sino dignamente acurrucado y componiendo un entrañable gurruño en el asiento trasero del vehículo.

La solidaridad lazi se implementó ipso facto, todos los voceros del régimen salieron en tromba a defender al fugitivo (como era de prever, ganó por goleada Pilar Rahola, que insultó a Borrell a mansalva), el ininteligible consejero Giró exigió la dimisión de quien había osado ofender a Puchi (o eso me pareció entender; haciendo, eso sí, un esfuerzo sobrehumano) y hasta La Vanguardia le dedicó al de la Pobla de Segur una estrellita roja por su, supuestamente, reprobable conducta (el señor conde, ya se sabe, siempre en misa y repicando).

Lamentablemente, luego resultó que Borrell no se refería a Puigdemont, sino al expresidente de Ucrania Víctor Yanukóvich, quien, en 2014, tras el cirio de la plaza Maidan, se subió a un coche que no se detuvo hasta llegar a Moscú, olvidándose de reclutar para la huida a su desafortunada novia, según comentaba el otro día Joaquim Coll en este mismo medio.

Por si quedaban dudas al respecto, el propio Borrell remató el asunto diciendo que él no dedica ni un minuto a pensar en Puchi. Sobre eso, tengo mis dudas: no me extrañaría que dijera lo que dijo de una manera lo suficientemente ambigua como para zaherir al Hombre del Maletero (a partir de ahora, el Gurruño del Asiento de Atrás), encargándose luego de humillarlo por segunda vez diciendo que nunca lo tenía presente en sus pensamientos, pero no me parece mal: un sujeto tan cobarde y despreciable como Puigdemont merece ser insultado todas las veces que haga falta. Y, de hecho, la segunda ofensa es más grave que la primera. Y más humillante.

Que te comparen, aunque sea de una forma lesiva para tu autoestima, con Volodímir Zelenski no deja de significar que, aunque te detesten y te desprecien, te tienen presente (recordemos el viejo adagio: que hablen de mí, aunque sea mal). Pero que te digan que no pierden ni un minuto de su precioso tiempo en pensar en ti es añadir al insulto la afrenta.

El pobre Puchi había encontrado una manera de sentirse relevante. Y con él, sus fieles, sus secuaces, sus fans, sus devotos... Se presentaba, además, una nueva oportunidad de hacerse el ofendido a nivel nacional (o sea, regional), lo que nunca está de más, sobre todo desde que el llamado problema catalán ha dejado de preocupar y hasta de interesar a la mayoría de los españoles.

En cierta medida, el supuesto insulto de Borrell insuflaba vidilla a un cadáver político individual (Puchi) y a un cadáver político colectivo (el procesismo). Borrell no es tonto y, aunque ahora se haga el santurrón asegurando que él hablaba de Yanukóvich, yo diría que aprovechó la ocasión para, como se dice vulgarmente, matar dos pájaros de un tiro. Cumplida su misión, ya puede insistir en lo de que nunca se refirió al Gurruño del Asiento de Atrás y observar, complacido, cómo este y las delegaciones del circo Ringling en Cataluña y Flandes ven su gozo en el fondo de un pozo. Parecía que el mundo les volvía a mirar y resultó que lo único que se llevaron fue una colleja de pasada (y de difícil demostración) a cargo de un sociata sibilino.

Aunque también cabe la posibilidad, lo reconozco, de que Josep Borrell se refiriera exclusivamente a Yanukóvich y que yo me pase de malpensado. A fin de cuentas, con la que se ha liado en Ucrania y la posibilidad (remota, pero no del todo descartable) de que estalle la Tercera Guerra Mundial, ¿quién va a perder un minuto de su tiempo pensando en un mindundi como Carles Puigdemont?