En caso de duda, independencia

Ramón de España
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Tengo la impresión de que, en la Generalitat, cuando le cae a alguien una consejería, el primer mantra que se le recomienda memorizar es el que da título a este artículo. Es decir, te pregunten lo que te pregunten (no hace falta ni que entiendas la pregunta: véase el caso de Meritxell Budó), tú has de decir que con la independencia todo habría salido mucho mejor. Da lo mismo el tema abordado: del coronavirus a un incendio forestal, pasando por un secuestro o un crimen machista, tú insiste en que, si Cataluña fuera un estado independiente, todas esas desgracias se habrían evitado o, por lo menos, no habrían alcanzado la gravedad registrada. Fiel a esa consigna, la recién citada Meritxell Budó aseguró hace algo más de un año en una entrevista radiofónica que nos habríamos ahorrado un montón de muertos por coronavirus si hubiésemos tomado nuestras propias decisiones desde el departamento de sanidad, en vez de vernos obligados a actuar como el resto de los españoles. Por aquel entonces, España ya no nos robaba. Ahora, directamente, nos mataba.

Recuerdo esas audaces declaraciones de la portavoz bendecida con una permanente expresión de estupor y especializada en no responder a las preguntas de los periodistas (sobre todo, si el periodista era Xavier Rius, al que solía torearse con un arte digno del difunto Manolete mientras buscaba en la sala de prensa con la mirada a algún colega del régimen al que conceder la palabra), el mismo día en que el epidemiólogo lazi Argimon reconoce haberse visto sorprendido y superado por la quinta ola del Covid-19, me entero de que el departamento de Salud de la Generalitat concedió vacaciones a rastreadores del virus en el momento álgido de esa quinta ola, descubro que una brecha de seguridad en la web de dicho departamento ha dejado al descubierto miles de datos de particulares y observo que Cataluña --puede que a falta de independencia, si he de hacer caso a las tesis de la señora Budó-- va tan perdida en este asunto como España, Europa y el mundo en general.

Hace unos días, me acerqué a la Fira para recibir mi segunda dosis de Astra Zeneca y salí encantado con la eficacia del procedimiento. Con mi cita previa en el móvil, fui sorteando seguratas hasta llegar a la enfermera que me tocaba, encajé virilmente la inyección y me fui para casa a esperar tranquilamente el trombo. Quedé tan gratamente sorprendido ante la rapidez y la corrección del asunto que creí, iluso de mí, que lo teníamos todo controlado. Luego me enteré de que se está contagiando gente con la pauta completa, pero tampoco me asusté mucho, pues me lo tomé como una prueba más de que en este tema del coronavirus todo el mundo improvisa sobre la marcha. A día de hoy, sigo sin entender por qué Pedro Sánchez nos dejó quitarnos la mascarilla, por qué se han autorizado festivales masivos o manifestaciones de protesta o por qué los horarios de cierre de los locales nocturnos van variando de un día para otro (tampoco entiendo por qué el bicho se retira en cuanto te sientas a la mesa de un bar). Si vuelven el toque de queda y la mascarilla, no seré yo quien dé grandes señales de sorpresa y/o indignación.

Qué más quisiera yo que ser como la señora Budó y creer que la independencia de Cataluña influiría positivamente en mi salud y en la de mis conciudadanos: los fanáticos monotemáticos son un colectivo muy afortunado.

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¿Quién es... Ramón de España?
Ramón de España

Ramón de España (Barcelona, 1956). Autor de nueve novelas y una docena de ensayos, ascendió de las covachas del underground (Disco Exprés, Star, a finales de los 70) hasta los palacios del 'mainstream' (El País, donde colaboró ampliamente en los 90). Actualmente ejerce de columnista habitual en El Periódico de Catalunya y el semanario Interviú. Escribió y dirigió un largometraje en 2004, 'Haz conmigo lo que quieras', y aunque lo nominaron a los Goya, esta sociedad hostil no le ha dejado volver a ponerse detrás de una cámara (pero él insiste). Sus recientes ensayos sobre el 'prusés' y sus circunstancias, El manicomio catalán (2013) y El derecho a delirar (2015), lo han convertido en un personaje de referencia de la disidencia irónica.

 

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