Si el personaje de la novela de Vargas Llosa se preguntaba en qué momento se jodió el Perú, a mí me gustaría saber cuándo se le empezó a ir la olla a Artur Mas.

Cada vez que le veo y, sobre todo, le oigo, pienso que ese hombre no está bien y que la inhabilitación para ejercer cualquier cargo público es lo mejor que le puede pasar. A él y a nosotros.

Que el mismo día que la Guardia Civil te pone patas arriba la sede del partido por lo del 3%, salgas a presumir de que este año tienes controlada la gripe --sin tan siquiera recurrir al origen español de tan taimada enfermedad, como hacen los anglosajones al usar el término spanish influenza-- y de que el curso avanza según lo previsto en las escuelas de Cataluña, resulta pelín excéntrico y propio de alguien que tiene la cabeza en otra parte (la pregunta es, ¿dónde?).

Y pedirle a la CUP que se olvide transitoriamente del 3%, pues es irrelevante en comparación con el destino de la patria, también revela un funcionamiento irregular de las neuronas, aunque puede que él lo encuentre de lo más normal: ¿Para qué demonios sirve ser el salvador de la nación si tu destino depende de una pandilla de bolcheviques bolivarianos? Sea usted el mesías redentor o, en su defecto, la reencarnación de Companys, para que su futuro esté en manos de la banda del Antoniu.

No puedo precisar el momento exacto en que a Mas se le fue la pinza --aunque es indudable que el paciente ha empeorado desde las últimas elecciones autonómicas (o plebiscitarias, según él)--, sobre todo porque carezco de espacio para remontarme a los tiempos en que solo era un discreto arribista, discípulo de Pujol, al que la independencia le parecía un anacronismo. El caso es que ahora parece encontrar normal que Junts pel Sí quiera enviar a la oposición al fondo del hemiciclo, y no me extrañaría que mejorara la propuesta obligando a esos españolistas de mierda a sentarse de cara a la pared.

Lo que empezó como un ejemplo de supervivencia política --el mandamás está tan obligado a quedarse como el presidiario a fugarse-- ha derivado hacia un viaje a ninguna parte, teñido de martirologio y paranoia, que devora día a día las pequeñas células grises de nuestro hombre (como diría Poirot), con riesgo de sumirlo en la catatonia. La fuite en avant, le llaman los franceses a lo suyo: una huida que le conduce a la catástrofe. A él y a nosotros.