Acostumbrado a que las cosas funcionen a medias, a su manera o, directamente, mal, te llevas una grata sorpresa cuando todo sale según lo previsto. Es lo que me ha pasado a mí con las vacunas contra el coronavirus, cuya aplicación está funcionando, según mi experiencia, como un reloj suizo. Hace unos días me apreté la tercera --de Moderna, empresa en la que hay dinero de Dolly Parton, lo cual me alegra por un lado y me preocupa por otro: no me vayan a crecer los pechos-- y el trámite se resolvió en cuestión de minutos.

Pedí hora en la red, me la dieron, me planté en el número 12 de la avenida Rius i Taulet, fui orientado por una serie de proactivos funcionarios, me clavaron la aguja y me dejaron marchar tras tirarme un cuarto de hora sentado en una silla por si me daba el parraque (no me dio). Ojalá en la relación del ciudadano con las diferentes administraciones todo fuera tan sencillo, eficaz e impecable (que no suele serlo), pero siempre alegra comprobar que algunas cosas funcionan a la perfección en la Dinamarca del Sur. Eso sí, tengo la impresión de que el proceso de vacunación es lo único digno de encomio en todo el sindiós de la lucha contra la peste.

Mientras yo estoy tan contento con mi tercera vacuna --solo tengo que aguantar a algunos conspiranoicos que me auguran un ictus inminente: gente privilegiada a la que no se la dan con queso porque se informan en webs del internet profundo o tienen acceso directo a Miguel Bosé, quien, por cierto, cada día me recuerda más al vidente Carlos Jesús--, los propietarios de bares y restaurantes se tiran de los pelos ante las nuevas medidas restrictivas decretadas por el gobiernillo, que siempre suele sobreactuar de calvinista a la hora de plantar cara al virus: llevamos desde los inicios de la plaga con las prohibiciones más estrictas de España, la mayoría de las cuales es, cuanto menos, arbitraria.

¿Alguien me puede explicar a qué viene el toque de queda? ¿Acaso se ha descubierto que entre la una y las seis de la mañana el bicho se viene arriba y la emprende con todos los que se encuentra? Tampoco entiendo que el virus se desactive a sí mismo en cuanto nos sentamos a comer o a tomar algo en la mesa de un bar o restaurante. ¿Por qué no se puede acudir a un concierto multitudinario, pero sí compartir los vagones del metro con nuestros conciudadanos? Y, sobre todo, ¿por qué siempre pringan los mismos, los responsables del denominado ocio nocturno? Ahí atisbo ese calvinismo del que les hablaba hace un momento, ese complejo de culpa en torno al concepto de diversión que, unido al inevitable supremacismo lazi --¡Nosotros sí que somos serios y responsables, no como la Ayuso, que fomenta el consumo de cañas en la vía pública madrileña porque es una insensata!-- arroja el triste resultado de una vigilancia arbitraria de la población que, para colmo, ni siquiera nos garantiza resultados mejores que los que se registran en otros puntos de España. En teoría, se trata de hacer lo mejor para los ciudadanos. En la práctica, de esperar a ver qué hacen en Madrid para poner en marcha lo contrario impostando seriedad y rigor y una actitud moral superior, ya que las autoridades políticas y sanitarias catalanas van tan perdidas y dan tantos palos de ciego como las del resto del país.

Puede que se deba a mi condición de botifler, pero llevo notando desde el principio de esta tabarra cierto tonillo perdonavidas en la respuesta catalana a la plaga, cierta actitud de superioridad con respecto a las medidas adoptadas por otras administraciones y cierta política de gestos que pretenden aparentar seriedad y sacrificio sin arrojar resultados tangibles de su supuesta eficacia. Hasta en una pesadilla universal encuentran los lazis una manera de diferenciarse, aunque ésta se reduzca, en la práctica, a hacerles la vida imposible a quienes se ganan la vida de noche y a impedir que los insomnes paseen por las despobladas calles de la ciudad a las tres de la mañana.

Menos mal que la vacunación, por lo menos, funciona de manera razonable. Y sin recurrir al ejército español, pues no aceptamos ni ayuda ni consejos del país de al lado. Con las comparecencias apocalípticas del doctor Argimon --que es el Santiago Niño Becerra de la sanidad--, vamos que chutamos.