La pareja de artistas contemporáneos compuesta por Sean Scully (Dublín, 1945) y Liliane Tomasko (Zurich, 1967) se va de Barcelona dando un portazo a causa del nacionalismo y de la imposición por parte de éste de la lengua catalana. Se lo pueden permitir (otros no tienen tanta suerte) porque tienen casa en Nueva York y las cosas les van muy bien. Nos dejan (de momento) el Espai d´Art Sean Scully en la montaña de Montserrat, si es que no deciden llevárselo a otra parte. El separatismo se pasa la vida hablando de la necesidad de atraer talento extranjero, pero cuando éste se presenta le hace la vida imposible con sus regulaciones patrióticas. Scully y Tomasko hablan español, pero parece que eso no es suficiente para instalarse en Cataluña, según lo estrictos criterios lingüísticos de quienes cortan el bacalao en, sin ir más lejos, el ámbito de la educación, donde, al parecer, el hijo de la pareja de artistas era conminado a usar el catalán en vez del castellano en el colegio al que acudía. Esta historia pone de manifiesto, una vez más, la diferencia de interpretación que se da entre los nacionalistas y quienes no lo son. La realidad va por un lado y los separatistas por otro, pero mientras éstos controlen los centros de poder, nada les impedirá mantener la ficción de una Cataluña monolingüe en la que el español cuenta con un número de hablantes similar al del urdu. “¡En Cataluña se hablan más de doscientas lenguas!”, claman los fundamentalistas del catalán cada vez que se les afea el basureo permanente del castellano. Y puede que tengan razón, pero unas se hablan más que otras. El español, en concreto, es, de hecho, el idioma más hablado en Barcelona y en todo el paisito, mal que les pese. Ante esa evidencia, se puede uno adecuar a la realidad o encastillarse en la ficción que más le satisfaga, que es lo que hacen los nacionalistas mientras se desesperan porque el castellano no deja de crecer y el catalán no para de encogerse.

Es evidente que la vía de la imposición (véase la inmersión lingüística en las escuelas) no ha funcionado. Más bien les ha salido el tiro por la culata al dotar al catalán de aquel plus de antipatía que distinguía al castellano en la escuela franquista: todo intento de convertir Cataluña en un territorio monolingüe, en castellano o en catalán, está condenado al fracaso, como pudo comprobar en su momento el Caudillo y pueden observar ahora nuestros talibanes particulares. La única manera que éstos tienen de alcanzar su sueño es, evidentemente, la independencia; de ahí que no aspiren a otra cosa, aunque el grueso de la población no esté por la labor (una vez más, que le den morcilla a la realidad). En una república similar a la Albania de Enver Hoxha, se podría prohibir el castellano, expulsar a quienes insistieran en hablarlo y conseguir, en un par de generaciones, que nadie entendiera una palabra de español. Eso sí, al mismo tiempo, se seguiría suspirando por la llegada de talento foráneo, por incompatible que resulte con el uso único de un idioma minoritario (nuestros padres de la patria no se han tomado ni la molestia de que los críos aprendan inglés: países de verdad como los nórdicos han generalizado el uso de esa lengua porque eran conscientes de que con el sueco, el danés o el islandés no se llegaba muy lejos, pero aquí no queremos hablar español porque nos da asco y no aprendemos inglés porque nos da pereza).

Tener un idioma minoritario no es ningún desdoro si se es consciente de sus limitaciones, como han hecho los escandinavos. Pretender jugar en primera división lingüística cuando, lamentablemente, se milita en tercera regional solo lleva a hacer el ridículo y, definitivamente, a esquivar ese talento foráneo que, en teoría, tanto se desea. La hostilidad de los nacionalistas hacia la lengua española es, además de un pésimo negocio cultural, uno de esos esfuerzos inútiles que conducen inevitablemente a la melancolía (con ocasionales momentos de desahogo sentimental, como el aquelarre estival de Prada de Conflent). La realidad en Cataluña es la que es y no va a cambiar por mucha inmersión lingüística que le echen y muchas trabas que pongan a los castellanohablantes. Unas trabas a las que, por cierto, la mayoría de la población no se apunta.