Si usted es un turista sin posibles y se le ocurre acampar en la plaza Cataluña, zona céntrica de Barcelona donde las haya, lo más probable es que, a los diez minutos de plantar la tienda de campaña, se materialicen dos guardias urbanos que le informen de que está prohibido acampar en la ciudad y le conminen a que se largue cuanto antes. Puede que a usted le dé por defenderse y reivindicar su (supuesto) derecho a acampar donde le salga del níspero, pero no le va a servir de nada. Usted ve la plaza plagada de campistas a los que nadie molesta, dos pequeños campamentos situados a cierta distancia uno del otro, el primero con banderas en las que se ven cuatro barras y una estrella, y el segundo, con otras banderas con los mismos colores, rojo y amarillo, pero ordenados de otra manera (ésta le suena más, pues la ha visto en los mapas y cree que es la de España). ¿Qué tienen ellos que no tenga usted a la hora de plantar la tienda en el centro de la ciudad? Yo se lo digo: una causa.

Sin una causa, en Barcelona, no hay quien se salte la legalidad vigente. Pero con una causa --a ser posible, una que cuente con un buen número de gente a favor-- puede usted hacer prácticamente lo que le dé la gana: si se aburre todo el día en la tienda, puede ir en grupo a cortar unas cuantas calles, arrojar piedras a una comisaría o hacer pintadas en sitios que le den asco; por ejemplo, las sedes de los partidos políticos que le caigan mal. La causa es sagrada, amigo turista. Sin una causa, usted no es más que un pelagatos en una ciudad en la que, literalmente, no va a tener donde caerse muerto.

Sin una causa, usted no es más que un pelagatos en una ciudad en la que, literalmente, no va a tener donde caerse muerto

Hace cerca de dos semanas que los partidarios de la investidura de Carles Puigdemont están acampados en el césped de la plaza Cataluña. La guardia urbana los desalojó, pero ellos volvieron y ahí siguen. Porque tienen una causa. Hace unos días, se les han unido unos muchachos de extrema derecha que, prudentemente, han acampado a cierta distancia de los fans de Puchi. Que se sepa, aún no han llegado a las manos. La causa de los fachas españolistas no es tan del agrado de la alcaldesa como la de los separatistas catalanes, pero la democracia es lo que tiene: si dejas acampar a unos, tienes que dejar acampar a otros. Lo que no le entra en la cabeza a la señora Colau es que, tal vez, debería desalojar a patadas a cualquiera al que se le ocurriese la idea peregrina de acampar en el centro de la ciudad, con causa o sin ella.

A fin de cuentas, es muy fácil buscarse una causa. Yo puedo plantar mi tienda en la plaza Cataluña --posibilidad no del todo inverosímil, tal como está el periodismo-- y decir que lo hago para solidarizarme con los que se pudren en los campos europeos de refugiados o con los pobres rohygnas. Podría también acampar en la plaza Letamendi, frente a la delegación de Hacienda, y responsabilizar a esa institución de la situación precaria que me ha conducido hasta allí. Y hasta podría lucrarme con los fans de Puchi y sus detractores colocando mi tienda entre ambos campamentos y surtiéndolos de cerveza, estrenándome así en un oficio con tanto futuro como el de latero (que también está prohibido, pero tampoco preocupa mucho al ayuntamiento).

Ya ve usted como está el patio en Barcelona, estimado turista pobretón, así que búsquese una causa o váyase al carajo: aquí solo se admiten ricachones y pringados con causa.