Según los resultados de la encuesta publicada ayer en este diario, el Tete Maragall tiene muchas posibilidades de convertirse en el próximo alcalde de Barcelona. No sé si ello se debe a sus propios méritos –que son asaz difíciles de detectar, francamente– o a que su último banderín de enganche, ERC, está ganando la partida a lo que queda de los convergentes por el control de las masas independentistas. Me inclino por lo segundo. Y hasta reconozco que los de ERC están haciendo las cosas mejor que los pedecatos: ofrecen una imagen unitaria –desde el trullo, el beato caudillo Junqueras adopta poses de estadista que, comparadas con las majaderías a las que nos tiene acostumbrados Torra, resultan de agradecer y son como órdenes no verbalizadas para sus leales–, parecen haber asumido que la fase de paciencia antes de la independencia va a durar un poco más de lo previsto, se esfuerzan por hacerse los moderados y los dialogantes –a la fuerza ahorcan, ¿verdad, Oriol?– y tratan de alejarse todo lo que pueden de esa merienda de afroamericanos en la que se ha convertido el mundo post convergente.

Evidentemente, los devotos del Cuanto peor, mejor adoran a Torra y a Puchi, pero da la impresión de que el indepe medio ha tomado partido por los de Junqueras. Por lo menos, su apuesta para Barcelona se reduce a un partido político y un candidato. Nada que ver con el desbarajuste de los convergentes, con sus candidatos a cascoporro, entre los que hay sujetos a los que nadie había dado vela en este entierro. Se suponía que Neus Munté era la candidata surgida del magma soberanista, pero ahí tenemos a Jordi Graupera, alias El Primarias, y a Ferran Mascarell, cuyo lema es Yo-a-mi-bola-y-el-que-venga-atrás-que-arree. Ante esta ceremonia de la confusión –más el historial delictivo del universo pujolista–, no es de extrañar que el indepe sensato –perdón por el oxímoron– deposite sus esperanzas en el Tete Maragall.

Y eso que el personaje no es precisamente como para sacarlo en hombros y por la puerta grande. Burócrata profesional –entró en el ayuntamiento en 1970–, cuando le tocaba jubilarse experimentó una epifanía que le llevó a convertirse en indepe de la noche a la mañana. Montó un partidillo al que nadie hizo el menor caso y no tardó mucho en solicitar su ingreso en ERC. Por un lado, es meritorio que a alguien le de por medrar a los setenta años –el arribista Comín es más joven y aún tiene tiempo de cambiar de chaqueta cuatro o cinco veces más, dependiendo de cómo sople el viento de la historia–, pero por otro, tirar a la basura décadas de militancia socialista para entrar en un partido carlistón que de izquierdas solo tiene el nombre da un poco de grima, la verdad.

En teoría, el Tete de alcalde convertiría Barcelona en la capital de la república imaginaria. En la práctica ya veremos. Lo bueno de los burócratas es que suelen ser obedientes y no subirse a la parra: caso de que gane el Tete, puede que Barcelona, siguiendo el ejemplo de Cataluña, tenga, en vez de un alcalde, un vicario del célebre beato de Lledoners.