Recién vaciadas las calles por los procesistas del sábado, el domingo les tocó protestar a los propietarios --¿o debería decir compañeros sentimentales?-- de algunos de los 150.000 perros censados en Barcelona, a los que, al parecer, la perversa Ada Colau impide el acceso a los parques de la ciudad con excusas inverosímiles como que los bichos ensucian --¿acaso cagan los ángeles?-- o molestan a los humanos, sobre todo a los pequeños reptantes que aún no han descubierto que la coprofagia es una perversión. Afortunadamente, tanto procesistas como perristas nos ahorraron la tradicional batucada que en esta ciudad suele ser de rigor en cualquier manifestación, como si esto fuese una mezcla de Río de Janeiro y Calanda: gracias a ambos colectivos, de verdad.

La protesta de los perristas se sumaba de manera oblicua a un frente que tiene abierto el consistorio con los abogados de los (inexistentes) derechos de los animales y que amenaza con dejar a esta ciudad sin parque zoológico o, en su defecto, con unas instalaciones por cuya visita nadie en su sano juicio se va a dejar un euro. Según el colectivo Zoo XXI, el zoológico de Barcelona debería dejar de atentar contra los derechos de la mayoría de las especies que viven entre nosotros para alegría de los científicos y de los niños y padres que lo visitan. El punto de partida es que los zoológicos son un lastre heredado de otra época, cuando nos pasábamos por el forro los derechos de los animales y les llamábamos casas de fieras. Parece que sacar a los bichos de su hábitat natural para que se entretengan las criaturas y los estudiosos del mundo animal es colonialismo del peor y supremacismo censurable, por lo que, de las 300 especies que hay en el zoo de Barcelona, este bendito colectivo aspira a que solo queden sometidas a la inspección del respetable un total de once. ¿Qué hacer con las demás? ¿Soltarlas por la ciudad al frente de una contundente batucada? No, esperar pacientemente a que la diñen y no sustituirlas por otros especímenes similares.

Los zoólogos han dicho que para alojar a once especies de animales no merece la pena tener un zoo, que, además, con un material tan escaso, difícilmente atraería la presencia del visitante de pago y acabaría conduciendo al cierre de las instalaciones. Que es lo que pretende, me temo, el colectivo Zoo XXI, que no son la pandilla de majaretas que yo me imagino, sino un respetable colectivo animalista, profundamente empoderado, con el que nuestro querido consistorio mantiene una relación excelente. Como partidario de mantener el zoo como está, sé que me arriesgo a que me crujan en Facebook igual que cuando me quejé del desquiciado alboroto en torno a la muerte de la perra Sota, y que debería limitar mis críticas a colectivos que no dan problemas, como los jueces, los militares y los curas, pero no puedo evitar opinar que los animalistas son uno de los grupos sociales más moralistas y cansinos del momento presente y que, tarde o temprano, con o sin batucada, habrá que ponerlos en su sitio.

Dudo mucho que sean Ada & The Pisarellos quienes lo hagan: si de ellos depende, nos quedaremos sin zoo y estaremos obligados a dejarnos matar a mordiscos cada vez que a un chucho se le vaya la olla o nos crucemos en el bosque con un oso poco sociable, pues defenderse –ya no hablemos de cargarse al irracional de turno– es cosa de fascistas psicóticos a los que se amenaza de muerte en las redes (a ellos o a sus hijos, da igual). Al primero que habló de los derechos de los animales se le debería haber cruzado la cara de sendas bofetadas con la mano abierta: ya pueden llamarme facha en la puerta de mi casa, pero, por favor se lo ruego, sin batucada.