En Cataluña lo tenemos todo duplicado. Hay dos equipos de fútbol. Hay dos presidentes de la Generalitat, el legítimo y el suplente. Y parece que también contamos con dos alcaldes para Barcelona, uno de cada sexo: ella es la alcaldesa oficial y él, que está casado con ella y es el padre de sus dos hijos, se mantiene en la sombra, pero todo parece indicar que mueve los hilos desde allí para contribuir a la unión contra natura de la izquierda y el nacionalismo. La alcaldesa oficial, como todos sabemos, es Ada Colau, odiada por los reaccionarios por ser mujer, pobre, bisexual, judía y negra (con unas gotas de sangre cherokee); y el alcalde en la sombra se llama Adrià Alemany y es un hombre curtido en el activismo social: conoció a Ada en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y corren unas fotos enternecedoras de ambos en las que se les ve disfrazados de abeja Maya (o de súper insecto sin identificar, no lo sé muy bien), defendiendo a los pobres hipotecados víctimas de la crisis económica. Los que vivimos de alquiler nunca conseguimos captar su atención, lamentablemente, tal vez porque el hecho de que te bote el casero por no pagarle suena menos dramático y tiene menos glamour político que ser desposeído de una vivienda (teóricamente) propia por el banco al que previamente le has pegado el sablazo.

Ahora ya sabemos que Ada se agarró a los hipotecados para acceder a la política como podría haberle dado por defender al gremio de churreros, pero creíamos que lo había hecho sola. Nos parecía una persona bienintencionada, aunque algo inepta, a la que la ciudad se le estaba yendo de las manos --por considerar que el orden público es cosa de las derechas--, mientras flirteaba con los independentistas y les reía todas las gracias sin conseguir nada a cambio. Pero ahora resulta que Ada no estaba sola, que tenía un marido-ideólogo en la sombra que, sin necesidad de cargo alguno, metía cucharada en todas las decisiones que solo competían a su pareja. Francamente, creíamos que este tipo de prácticas habían pasado a la historia.

Desde un punto de vista estrictamente político, la cosa es tan impresentable como cuando Steve Bannon le decía a Donald Trump lo que tenía que hacer y decir. Desde un punto de vista feminista, el panorama es aún peor, pues muestra a una mujer supuestamente empoderada que, a la hora de la verdad, se comporta como una de esas amas de casa que en la Transición le preguntaban al marido a quién debían votar. Si el señor Alemany pinta tanto como dicen --se le acusa de ser el principal responsable de la ejecución de Xavier Domènech por ser demasiado amigo de Pablo Iglesias, al que su mujer no soporta, y no lo suficientemente nacionalista--, ¿no iría siendo hora de que saliera de detrás de la cortina y diese la cara? Ya es mayorcito para esconderse tras las faldas de la parienta, y su actitud a lo Richelieu solo sirve para contribuir a que la gente piense que Ada Colau es a Adrià Alemany lo que Doña Rogelia a Mari Carmen o Rockefeller a José Luis Moreno.

Y eso es algo que una mujer empoderada --además de pobre, bisexual, negra y judía-- no puede permitirse si aspira a seguir adelante con su meteórica carrera política.