Malos tiempos para la fantasía, después de muchos años de quimeras. Los políticos presos son tratados por la administración penitenciaria catalana, dependiente de la Generalitat que preside Quim Torra, como hacía prever el reglamento; ni más ni menos. Algunos independentistas imaginaron que el Gobierno catalán les abriría la puerta de la cárcel a los condenados en cuanto regresaran del juicio celebrado en Madrid; una parte de éstos, incluso, deben vivir en la indignación al comprobar que tal cosa no sucediera, dada la consigna de desobediencia emitida por el presidente. Felizmente, no todos son Torras en la Generalitat, y menos en el conjunto de la política catalana.

La salida de la prisión de los dirigentes independentistas se producirá, y cuanto antes mejor para la recuperación de la normalidad política e institucional del país. Pero es esencial que se cumplan a rajatabla los requisitos exigibles, por muy fuerte que fuere la tentación de los responsables penitenciarios catalanes de tomarse la compensación por la mano, dadas las sospechas de ciertos excesos judiciales contra los ahora privados de libertad por condena firme por sedición .

La exquisitez del procedimiento debería darse por descontada en cualquier circunstancia. Ahora mismo, es imprescindible. En la actual fase de deshielo incipiente entre la izquierda catalana y española resultaría insoportable, quizás acabaría con el intento de alcanzar los tres objetivos que se persiguen; a saber, la formación de un Gobierno de progreso en Madrid, la inauguración de una mesa de negociación para abordar el conflicto político y sus consecuencias sociales de forma inteligente y, finalmente, ofrecer a ERC un campo nítido para desplegar una política propia, liberándose del seguidismo practicado durante años respecto de JxCat, la CUP y Carles Puigdemont.

Todas las miradas, especialmente las contrarias a cualquier formato de diálogo, están pendientes de identificar tratos de favor, concesiones sacrílegas o renuncias antipatrióticas entre los dialogantes. Cualquier episodio que pudiere propiciar una intervención del Tribunal Supremo para corregir una decisión del departamento de Justicia dirigido por una consellera de ERC supondría un nuevo obstáculo en los contactos en curso, de por sí ya muy delicados.

Los presos saldrán de la cárcel y muy probablemente lo harán mucho antes de que la eventual mesa de negociación alcance acuerdos sustanciales, si es el caso de superar los negociadores el primer gran reto que tienen planteado: hacer posible la investidura de Pedro Sánchez. Todo el mundo debe hacerse a la idea de que esto va a ocurrir, especialmente aquellos que creen que los dirigentes independentistas deberían permanecer en sus celdas hasta cumplir el último día de su condena, sin atender a los beneficios penitenciarios a los que tienen derecho como cualquier recluso.

Los condenados accederán al régimen abierto cuando les corresponda y a partir de ahí se precipitaran imágenes que no gustarán en ciertos ambientes políticos y mediáticos, pero que, probablemente, sean imprescindibles para el futuro de la negociación, de tenerlo. Un día no muy lejano, veremos a Oriol Junqueras (y a cualquiera de los otros) conversando con representantes de los partidos que se hayan sumado al diálogo; es fácil intuir el estrépito dialéctico con el que va a ser recibida esta reunión. Esperemos que también haya aplausos, porque de no haberlos, estamos perdidos.

La mesa o mesas que vayan a decidirse tendrán una vida accidentada por el efecto de las circunstancias externas (quedan muchas citas pendientes en los tribunales españoles y europeos como resultado de la judicialización del conflicto) y de las variaciones del estado de ánimo de los propios negociadores como consecuencia de la crónica política propia de un Gobierno en coalición sin mayoría parlamentaria. Con esta perspectiva, en realidad no muy diferente a la de cualquier negociación trascendente, sería incomprensible mantener al margen a quienes mantienen un alto grado de autoridad entre los suyos. Sería un lujo contraproducente.