Es sabido que los mesones y las tabernas han sido desde el Siglo de Oro uno de los signos más característicos de España. No es nuevo el debate sobre la necesidad social de estos espacios. La polémica se inició en el siglo XVI por el aumento exponencial del consumo de vino, el altísimo incremento de las extensiones de tierra dedicadas al cultivo de la vid y, como consecuencia de ello, por la proliferación de bodegas, mesones y tabernas.

A fines de aquella centuria, se encendieron aún más las alarmas por los comportamientos de los bebedores, cada vez más jóvenes. Y ante las críticas que este consumo desmedido despertaba, los hacendados salieron en defensa de ese aumento por ser un negocio muy rentable: primero, por el inmediato beneficio fiscal para la Corona; y segundo, porque el vino era la base de la comida del pobre. Y, de tanto ser repetido, el interesado argumento se convirtió en tópico. Nadie pudo o quiso combatir el fraude fiscal de productores de vino o de algunos de sus más selectos consumidores y contrabandistas (eclesiásticos y funcionarios municipales, sobre todo).

Mientras, los mesones y tabernas se convirtieron, con Madrid a la cabeza, en incuestionables lugares de sociabilidad, donde se articulaban todo tipo de relaciones de carácter comunitario, fueran vecinales, laborales, nacionales e incluso delictivas. “¡Oh, mesón, mesón!, eres esponja de bienes, prueba de magnánimos, escuela de discretos, universidad del mundo, margen de varios ríos, purgatorio de bolsas, cueva encantada, escuela de caminantes, desquiladero apacible, vendimia dulce”, escribió López de Úbeda en La pícara Justina (1605).

Las autoridades optaron por controlar el consumo in situ, y dejaron de ver con buenos ojos que los clientes estuvieran mucho tiempo en el interior de las tabernas a las que, a diferencia de los mesones, no les estaba permitido que sirvieran comidas ni que tuvieran mesas y sillas. La orden era clara: “en dándoles el vino se vayan luego”. Pero pudo más la necesidad que la norma, y hasta los clérigos se convirtieron en “lagareros” --comerciantes de vino-- y taberneros, pese a tenerlo prohibido.

Siglos más tarde, la pandemia ha abierto de nuevo el debate sobre la conveniencia de regular la apertura y el uso de bares y restaurantes. Y cómo no, ha sido Madrid de nuevo quien ha encabezado la rebelión tabernera, y al frente de ella una nueva Agustina, envuelta en la bandera roja y estrellada de la Comunidad. El madrileñismo de Ayuso es una caricatura de los manoseos identitarios de los nacionalismos periféricos. Cierto, pero en estos tiempos que vivimos tan favorables al populismo, el toque nacionalista, por muy ridículo que sea, levanta pasiones y genera miles de adhesiones. El españolismo light de muchos votantes de Ciudadanos parece que sucumbirá también a esa atractiva combinación de identidad madrileña y libertad mesonera. El PSOE y las desnortadas izquierdas difícilmente podrán dar al traste con este experimento populista y castizo, por tener pendiente de pagar la hipoteca por sus vergonzosos pactos con los ultras periféricos.

El proyecto de convertir a Madrid en el mesón de España puede hacerse realidad si Ayuso vence. Y qué mejor método que señalar a los bares y restaurantes como abanderados de esta nueva identidad madrileña que, a golpe de ocurrencias, está construyendo Miguel Ángel Rodríguez y su equipo.

“Bares, qué lugares tan gratos para conversar”, cantaba Jaime Urrutia hace casi cuarenta años. Y, he aquí que, tanto tiempo después, el verso más castizo de la movida se ha convertido en la esencia del pensamiento pepero en la capital del Reino. Ana Botella fue otra pionera y su “relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor” una premonición. Todo vale con tal de mantenerse en el poder, y si es con una copa en la mano, mucho mejor.