Pese a los innumerables y seculares intentos por racionalizar los trastornos mentales y pese a la revolución psicofarmacéutica, la dama Locura sigue campando a sus anchas en pleno siglo XXI. La falta de unidad cognitiva y profesional de la psiquiatría ha facilitado la proliferación y vulgarización de etiquetas a la hora de calificar trastornos de todo tipo. Esta debilidad no ha impedido que persista la hegemonía de los discursos de lo psicológico y de lo psiquiátrico desde que en el siglo XX reemplazaran al cristianismo y al humanismo como herramientas para conocer al yo.

En ese sentido es comprensible que Roy Porter concluya, al trazar los principales rasgos de una historia de la locura, que “lo más sensato, dada la gran variedad de doctrinas que apoyan o reniegan del término, sea afirmar que la locura existe y que adopta la forma que las distintas sociedades le atribuyen”. Es decir, cada sociedad necesita de la locura para exorcizar sus propios fantasmas. En la Cataluña actual, por ejemplo, parece cumplirse esa máxima.

En su imparable huida hacia la imaginaria Ítaca, el hiperventilado independentismo catalán parece haberse deslizado hacia formas cercanas a alguna categoría de trastorno mental, individual o colectivo. Hace algunos años sociólogos críticos apuntaron que el victimismo catalanista era en la práctica un signo de trastorno paranoide. Otros han sugerido que los comportamientos obsesivo-compulsivos de numerosos seguidores de este movimiento responden a trastornos de ansiedad, generados por la promesa de una República catalana que no termina por llegar. Otros incluso han asegurado que, en muchos casos de independentistas de a pie, habría que hablar de un trastorno de conversión.

Ante estos diagnósticos, siempre cabe dudar sobre la certeza o el rigor a la hora de calificar comportamientos e imaginarios colectivos, a menudo inconscientes. Pero esa percepción cambia si la valoración viene desde dentro del propio movimiento. Cuando David Madí, hasta ahora intocable y venerado gurú financiero del independentismo, afirma que Torra es “subnormal político profundo” y que Junqueras “tiene un punto de desequilibrado”, entonces los referidos diagnósticos alcanzan su máxima credibilidad. El gobierno catalán ha estado en manos de presuntos desequilibrados. Pero, lo más peligroso, es que esos trastornados han sido y siguen siendo el faro ideológico y la guía espiritual de los que ahora están al frente de la Generalitat u ocupan escaños en Barcelona y en Madrid.

¿Esos “desequilibrados” lo son por ser firmes creyentes en el dogma de la nación catalana o por ser unos visionarios obsesionados con liberarla? Ante tanta proliferación de visiones y demás posesiones entre los siglos XVI y XVIII, Voltaire y Diderot afirmaron que esas creencias cristianas eran una secreción mórbida producida por cerebros enfermos. Freud dio un paso más, redujo la religión a psicopatología y relacionó las creencias con una sexualidad reprimida o con insatisfacciones neuróticas. ¿Será el independentismo una nueva forma de creencia religiosa generada por un desequilibrio mental? Madí, que los conoce mejor que nadie, seguro que tiene la solución, aunque un experto comisionista como él bien podría dar por respuesta aquella que en su momento dio Pío Cabanillas durante la Transición: “Estamos ganando, pero no sabemos quiénes”.