Las autonomías no se crean ni se destruyen, simplemente se transforman. En Cataluña y el País Vasco existen grupos sociales –los denominados soberanistas– que aspiran a transformar, con métodos a menudo ilegales, el sistema de autogobiernos constitucionales en una pista de despegue hacia la independencia; en Andalucía, en cambio, donde ni existe un problema político de índole territorial, ni tampoco ha tenido nunca excesivo predicamento ninguna modalidad de reivindicación independentista, lo que se votó este pasado domingo fue no sólo el fin a los casi cuarenta años de hegemonía socialista, sino el crepúsculo de un relato conceptual sobre su propia autonomía que se ha venido abajo en paralelo al hundimiento electoral del PSOE, y que puede tener su réplica a medio plazo en otras zonas de España, sin descartar Cataluña.

A primera vista esta nueva foto política no presenta una imagen nítida: todo el protagonismo lo copa el batacazo de Susana Díaz y el incierto experimento de un tripartito –tácito o expreso– entre el PP, Cs y la nueva ultraderecha que representa Vox, el gran vencedor –con 12 escaños– del 2D. Pero de fondo, como en ritornello, se proyectan las sombras de una ópera de mayor dimensión: Andalucía, como proyecto autonómico, se ha quedado súbitamente sin su relato tradicional. Lo cual implica que cabe la posibilidad de que el papel que el Sur de España pueda jugar a partir de ahora en la compleja política territorial puede ser muy distinto al establecido desde 1982.

Al mismo tiempo, el terremoto electoral andaluz deja sin su lugar en la historia a toda una generación política –los patriarcas del PSOE, pero también los antiguos hombres de honor de la UCD en Andalucía y los difusos andalucistas, aquellos animales mitológicos– que precisamente creían tener garantizado en la posteridad este insigne atrio de honor. Ya no es así. Porque quizás todo se ha venido abajo y sucede algo todavía peor: sus propios sucesores, además de perder el poder que les legaron sus mayores, son absolutamente incapaces de construir una narrativa autonómica alternativa. No saben enunciar un nuevo cuento.

Andalucía, al contrario que Cataluña o Euskadi, cuyas burguesías empezaron a construir en el siglo XIX el sustento ideológico del posterior nacionalismo, nunca tuvo una clase ilustrada capaz de trazar este mismo camino. El marco cultural que explica la política meridional no es industrial, sino agrario. Lo importante en el Sur no eran las fábricas, sino el campo. Y el modelo social vigente entonces no se sustentaba en el comercio, sino en la gran propiedad (y  su ausencia: la pobreza).

La autonomía andaluza no tuvo una Renaixença a la que acogerse. Cuando tras la dictadura franquista se planteó la idea de recuperar las instituciones políticas catalanas y vascas, en Andalucía se empezó a enunciar un relato político propio que se apoyaba por un lado en el cantonalismo y el federalismo de la primera república como antecedentes más lejanos, pero que concentraba la génesis del regionalismo andaluz en Blas Infante, a pesar del discreto eco popular de sus ideas, irrelevantes más allá del estricto espacio de influencia de determinadas élites sociales del Bajo Guadalquivir.

El relato fundacional de Andalucía se construye básicamente con la Transición. A partir del 4D de 1977, cuando se celebraron las grandes manifestaciones que forzarían las negociaciones que culminarían con el autogobierno andaluz. El referéndum se perdió pero la autonomía se ganó en los despachos. Y los socialistas la ocuparon –orillando a los andalucistas y al resto de fuerzas políticas– hasta este domingo. Durante todo este tiempo en el Sur ha sido un poder político determinado el que ha gobernado tanto el mito institucional –la Andalucía de izquierdas–, la administración –la Junta– y un sentimiento autonomista que en realidad siempre ha sido más burocrático que popular. En función de esta construcción política concreta, la región ha jugado en el mapa político español un papel de equilibrio en el ámbito territorial.

Por un lado, su presencia ayudaba a compensar los excesos de los nacionalismos catalán y vasco. Al acceder a la vía del autogobierno en igualdad de condiciones que las denominadas “nacionalidades históricas”, y dada su población y su tamaño, su opinión contaba. Y mucho. Andalucía jugaba así un papel corrector ante los planteamientos insolidarios del pujolismo o, de la misma manera, era objeto de seducción interesada por parte de los nacionalismos tibios en el caso de que les conviniera articular alianzas contra el centralismo de Madrid.

El nuevo escenario político que inaugura el 2D puede modificar este papel. No tanto porque los socialistas sean desalojados de la Junta –su perfil reivindicativo crecía o se desinflaba en función del inquilino de la Moncloa en cada momento–, sino porque en la nueva mayoría parlamentaria que puede hacerse con el poder político en Andalucía –las derechas que representan PP, Cs y Vox– o no existe un excesivo interés por los asuntos autonómicos (PP) o son partidarios de su reforma (Cs) o directamente se propugna su supresión (Vox).

Los andaluces, a los que el PSOE ha representado como si fueran un pueblo único que camina detrás de una bandera blanca y verde, han expresado en estas elecciones no sólo que son plurales (lo eran hace mucho tiempo, aunque el socialismo meridional se atribuyera el patrimonio del sentimiento andaluz en exclusiva) sino que pueden sacar a la calle banderas españolas con el mismo orgullo que las andaluzas. Los motivos para hacerlo son diversos: una expresión de identidad frente al independentismo catalán, un sentimiento de orgullo o una forma de protesta contra la patrimonialización de Andalucía. Quién sabe. Cada caso puede ser distinto.

Pero lo cierto es que su presencia, junto a la primera mayoría potencial de la derecha en Andalucía en 40 años, a algunos les ha dejado con las piernas colgando y sin el relato sentimental que llevan contando a los demás y contándose a sí mismos toda su vida. Un efecto colateral del 2D que va mucho más allá del drama de la pérdida del poder autonómico porque puede significar también la derrota de la posteridad.