El evangelio del Santo Emprendimiento, que es una de las religiones menores de nuestros días, donde el único dios verdadero continúa siendo el oro del becerro bíblico, incluye entre su decálogo de mandamientos principales la obligación de hacer una profesión de fe expresa en favor de eso que en inglés se denomina networking y los periodistas toda la vida hemos llamado la agenda. O sea, los contactos. En la vida moderna, y sospechamos que también pasaba en la antigua, no basta con hacer cosas. Es necesario conocer gente. Mucha gente. Y, a ser posible, que sea gente dispuesta a pagar por nuestros servicios, productos, tiempo y alma, dependiendo de cuáles sean sus necesidades y nuestro grado de entrega.

La epidemia de coaching corporativo que hace unos años llegó a las empresas indígenas recomendaba a los profesionales supuestamente modélicos ser positivos, abiertos de mente, flexibles en cualquier contexto y estar dispuestos a “vivir en primera persona la aventura de fundar y administrar una empresa”. No diremos que no sea algo emocionante, sobre todo a la hora de cerrar las facturas descontando sin misericordia los gastos fiscales y acordándose de la amnistía tributaria de Montoro, anulada esta misma semana por el Constitucional, pero quienes presentan el ejercicio empresarial como un apasionante viaje hacia lo desconocido deberían reformular su óptica. Trabajar por cuenta propia en España se parece más al calvario cotidiano de un galeote que a unas plácidas vacaciones en la playa.

Las redes sociales analógicas, que son las de siempre, la familia y los amigos, son la vía casi única que tienen los jóvenes para encontrar empleo y prosperar. El enchufe aquí es la única ley exacta

Según un estudio del INE, las redes sociales analógicas, que son las de siempre, la familia y los amigos, son la vía casi única que tienen los jóvenes para encontrar empleo y prosperar. El enchufe aquí es la única ley exacta. Ni el antiguo INEM --ahora llamado Sepes-- ni los servicios autonómicos de empleo, ni por supuesto tampoco la agencias privadas que intermedian en el mercado laboral desde su famosa liberalización, sirven de mucho. Apenas gestionan una ínfima parte de las ofertas laborales: entre un 2% y un 3%. Los políticos deberían cerrarlas y ahorrarnos su coste. Según Adecco, que se dedica al asunto, sólo dos de cada diez empleos se publican a través de los cauces públicos, incluido internet. El 80% restante forma lo que los expertos denominan el mercado de trabajo oculto. Aquel que no está abierto a la competencia, sino restringido a los cauces sociales habituales. En España quien no tiene contactos cualificados, ni familia, ni amigos relevantes probablemente tampoco tenga empleo. Ni siquiera bajo esa forma moderna de trabajo que toda la vida ha consistido en las chapuzas.

Sin embargo, los políticos --que viven del presupuesto-- nos siguen contando que habitamos en la sociedad del conocimiento, la excelencia y el talento, donde los más preparados triunfan. Esta milonga venimos oyéndola desde nuestra más tierna, y cada vez más lejana, adolescencia, aunque formulada en los términos de antes: “Hijo, el sacrificio tiene premio”. Cuando uno envejece se da cuenta de que en la vida ocurre lo contrario: el talento, para fructificar, casi siempre requiere un pasaporte familiar o una visa con el sello sagrado de la amistad, pero los billetes de tren expedidos a través de las redes familiares, sobre todo en Andalucía, cuya cultura meridional tiene en la tribu una unidad de destino en lo universal, no exigen pagar la tasa del talento. Basta y sobra con ser un devoto del clan.

Nuestra estructura empresarial, dicen los informes económicos, es de escaso tamaño, familiar y endogámica. Desconfiada y diminuta. No es raro que nuestro mercado laboral sea similar. La tasa de empleo del reino está siete puntos por debajo de la media de los países de la OCDE. El único ámbito donde no existe paro es en el sistema político, donde un bipartidismo desdoblado aderezado con los nacionalistas --que son otra forma perversa de familia-- reproduce la filosofía de la sumisión y el amor al terruño, al vecino y al amigo. No nos hace falta el networking. Lo traemos en los genes. Igual que el nepotismo y la corrupción tribal, dos de las instituciones sociales que, junto a la famiglia, tenemos en más alta estima.