No existe nada más egoísta que el corporativismo, que es una forma de nacionalismo difuso cuya falsa patria es el oficio, ese entretenimiento que unos tienen para cobrar todos los meses y otros necesitamos ejercer --a duras penas-- para sobrevivir. Decía G.K. Chesterton, al que como escritor católico deberíamos hacer más caso, que en determinadas sociedades la cirugía y la tortura apenas se distinguen por una leve diferencia de grado. Lo mismo sucede en esta legislatura incierta, la primera del unipartidismo bifronte: para unos decidir si los empleados públicos, a los que deseamos todos los parabienes de los que nosotros carecemos, deben ganar más o no es una cuestión de Estado; para otros, el asunto resulta absolutamente demencial.

En un país donde los mileuristas se han convertido de repente en millonarios y el paro, además de una desgracia permanente, es la primera industria patriótica, nuestros próceres discuten un hipotético incremento salarial para los empleados públicos del 1%. Habrá a quien le parezca una cantidad bastante discreta, pero hay que tener en cuenta que la trascendencia de la cifra no depende de su porcentaje, sino del hecho --milagroso en los tiempos que corren-- de que todavía exista base salarial sobre la que poder calcularlo: los funcionarios son los únicos privilegiados que tienen garantizado en España un sueldo vitalicio. Para todos los demás la subsistencia se ha convertido en un asunto incierto o directamente imposible.

A los sindicatos esta subida salarial les parece insuficiente. Alegan que no han recuperado las extras que Zapatero les quitó en 2010 y creen que no deben trabajar más de 35 horas. No les negamos el derecho a reclamar imposibles, pero sí el sentido de la oportunidad. Cualquiera con un mínimo sentido de la realidad (pedestre) se asombraría de sus demandas y, sobre todo, ante la anomalía de que los grupos políticos estén discutiendo la viabilidad de los presupuestos en función de semejante cuestión. El Gobierno de Rajoy, investido por los socialistas, ha esquilmado hace menos de un mes el fondo de las pensiones para pagarles la nómina extraordinaria de Navidad. Una decisión que, sumada a otras anteriores, y a la gestión de la crisis, demuestra que para nuestros dirigentes tener satisfechos a los empleados públicos --incluidos los que abrevan en las infinitas empresas instrumentales-- es más importante que los jubilados o socorrer --con sus propias cotizaciones, por supuesto-- a los parados.

Los funcionarios son los únicos privilegiados que tienen garantizado en España un sueldo vitalicio. Para todos los demás la subsistencia se ha convertido en un asunto incierto o directamente imposible

La desigualdad laboral nos ha convertido en un país inviable. Tenemos profesionales que no pueden vivir de su trabajo mientras quienes están en la nómina de las administraciones habitan en una galaxia aparte, segura, con sexenios, cobertura sanitaria privada y concursos restringidos de méritos. Los funcionarios suelen decir que en España existen menos empleados públicos que en otros países europeos. Puede ser, pero lo cierto es que los nuestros están aristocráticamente pagados: los sueldos de los tres millones de empleados públicos suponen el 11% del PIB. Cuestan más que toda la administración alemana y están por encima de la media europea. Nuestro admirado Roberto Arlt decía que para alcanzar el paraíso de la jubilación como empleado público hacen falta paciencia, hambre e inutilidad. Los empleados públicos carecen de las dos primeras exigencias. Y, tras cuatro décadas de democracia, la tercera sigue sin evaluar. Baroja, que ejerció como médico rural, era todavía más pesimista: “En los países latinos la función pública se ha establecido para vejar al público”.

Los funcionarios se defienden diciendo que sus prerrogativas obedecen al mérito de aprobar una oposición, como si ésta fuera una gesta permanente y equiparable a lograr un título de nobleza. Pueden elegir entre la sanidad pública y la privada según les convenga, cosa que no se tolera a nadie más. Cobran llueva o truene. No pueden ser despedidos. Y algunos, como los maestros, disfrutan de dos meses de vacaciones y, según el informe PISA, son los mejor pagados de la OCDE en términos absolutos. Todo esto lo pagamos entre todos. En unos casos, para mejorar nuestra vida. Cierto. Pero, en otros, que son los más, simplemente por ese castigo que se llama burocracia política. Probablemente se salgan con la suya. Sólo les pedimos que, cuando les suban el sueldo, no nos cuenten --como los nacionalistas-- que son víctimas. Ya que pagamos todos, tenemos derecho a contar la verdad de su tragedia salarial.