Las primarias socialistas, transcurrido tiempo suficiente desde el último ciclo electoral, han sido un buen termómetro para medir la salud del sistema político español. Como todas las cosas trascendentes, ocurrieron en un escenario prosaico. Incluso vulgar: una lucha cainita por controlar la dirección de un partido que hasta hace una semana parecía tener más pretérito que futuro. Primero, por una cuestión biológica; pero también por un problema sociológico: los socialistas sufren una desconexión total con la España real, que es un país a dos velocidades y profundamente desigual. La verdadera trascendencia de las elecciones del PSOE tiene, en realidad, poco que ver con los nombres. La elección del nuevo líder socialista ha sido una prueba diagnóstica: una forma de averiguar si realmente estamos ante el ocaso del sistema político representativo o si, por el contrario, éste resiste el envite de su propio descrédito.

Éstas eran las dos opciones: un partido socialista sintonizado con los intereses de los grandes centros de poder o, dada su incapacidad para reformarse desde dentro, el agotamiento del modelo pactista en favor del nuevo paradigma político de los movimientos interclasistas, patrióticos y, según sus detractores, populistas. El populismo, más que una disrupción de los tiempos posmodernos, es un elemento transversal en la política española desde la restauración de la democracia. Los partidos tradicionales son tan populistas como los recién llegados. La única diferencia es que unos adjudican este término --con su carga semántica negativa-- a los contrarios, que previamente los han denigrado llamándolos “casta”.

Sánchez puede ser el reformista social que necesita la democracia representativa o aquel que, desde dentro, a pesar de la oposición de los poderes patriarcales, abra la vereda para la verdadera renovación de un modelo político cuya necesaria reforma parecía condenada a no ser tranquila, sino traumática

Las organizaciones políticas se hacen populistas porque la realidad electoral que tienen que gestionar --consecuencia de la radiografía social de un país que no estaba preparado culturalmente para la crisis-- se ha vuelto extrema. El panorama político es generoso a la hora de fabricar espejismos. Cuando Ciudadanos (C's) y Podemos accedieron a los ayuntamientos, los parlamentos regionales y el Congreso, todos los indicios señalaban que los electores no estaban satisfechos con el modelo de intermediación política. Las opciones pasaban por mantenerlo o, como está sucediendo en otros países, sustituirlo por otra cosa. Susana Díaz representaba la primera opción: el statu quo. El militante Sánchez, en cambio, simboliza un espacio tan amplio como indeterminado que puede ir desde el reformismo civilizado a la dinamitación sistémica. Dependiendo de las circunstancias.

En realidad, ninguno tenía un proyecto político propio. Sólo representaban intereses irreconciliables: el de quienes quieren que todo siga como está frente a aquellos que aspiran a un cambio. Es la misma disyuntiva que condiciona la política española desde hace un lustro. Podemos y C's fueron los protagonistas de los dos primeros capítulos de esta novela, cuyo final todavía está por escribir. Tras acceder a las instituciones --sin llegar a asaltar los cielos-- ambos han virado hacia posiciones de repliegue: el primero, mediante su reformulación de una izquierda neomarxista; el segundo, como la opción liberal de una élite que quiere controlar los cambios desde arriba. Podemos perdió su discurso original: un regeneracionismo democrático que partía de la revisión de la lucha clases. C's quebró pronto la coherencia que predicaban al servir indistintamente a Rajoy o al PSOE en Andalucía. El recorrido de ambos parece haberse agotado, bien por evolución o, como le pasa a Podemos, por involución.

El malestar social, sin embargo, persiste. Igual que un movimiento telúrico, se ha trasladado ahora al interior del PSOE, cuyo rol en el sistema de la restauración democrática siempre fue guardar --no siempre de forma edificante-- los equilibrios. Parece evidente que este papel, una de las claves sobre la que se sostiene la bóveda nuestro sistema político, ya no le funciona electoralmente. Los números no dan holgura. La división socialista expresa estas dos corrientes de opinión, que en el PP ni siquiera existen. Por eso el militante Sánchez es una incógnita. Puede ser el reformista social que necesita la democracia representativa o aquel que, desde dentro, a pesar de la oposición de los poderes patriarcales, abra la vereda para la verdadera renovación de un modelo político cuya necesaria reforma parecía condenada a no ser tranquila, sino traumática. O también puede no ser nada. Veremos.