Todas las encuestas, que ya sabemos que son una manera de fabricar mentiras y construir verdades que en ocasiones terminan siendo ciertas, señalan un intenso ascenso en intención de voto --la simpatía es otra cosa-- en favor de Ciudadanos (Cs), la fuerza política que nació hace un decenio largo en la Cataluña hostil del independentismo y desde entonces sueña con resucitar, con variantes, el proyecto de centro de UCD, aquel partido creado por las élites del franquismo para que la Santa Transición no se les fuera de las manos; al menos hasta suavizar el marxismo de los socialistas tradicionales, que ocuparon el centro político por la vía de la renuncia, el engaño y hasta la impostura, dependiendo de cómo queramos verlo.

Cs ha ganado por primera vez en la historia unas elecciones catalanas, pero desde la noche electoral sabemos que no podrá gobernar. Ni siquiera, llegado el caso, está en su mano impedir el más que previsible sainete de una hipotética investidura virtual de Puigdemont, el estadista huido que quiere dirigir el Govern desde un exilio cinco estrellas, por supuesto a cargo de los contribuyentes. Cabría preguntarse si este devenir es en realidad un triunfo o una amenaza latente. A juzgar por la satisfacción de sus dirigentes, y la preocupación existente entre los socialistas y el PP, parece que estamos ante el primero de los dos supuestos, aunque no hay que descartar el segundo. La política es mudable. Sobre todo cuando no se ejerce directamente el poder. Lo que es indiscutible es que Cs influye cada vez más en el mapa político estatal, aunque sea al precio de seguir en la oposición en Cataluña.

No es poca cosa si se mira con perspectiva. Hace doce años no existían, igual que Podemos, surgido en 2014 como la suma de las mil mareas provocadas por una crisis económica que terminó causando un hiato sistémico en el régimen político. Tanto Cs como Podemos parecían --en sus inicios-- encarnar la esperada renovación generacional de la política española, hasta entonces dominada por la alternancia de socialistas y populares en una reedición del modelo de la antigua Restauración. El tiempo ha ido filtrando estas impresiones y esculpiendo el perfil maduro de cada una de estas dos fuerzas políticas emergentes.

 

La fortuna parece acompañar a Cs, aunque la incógnita de su puesta de largo es si este crecimiento se debe realmente a sus méritos o sólo es fruto de la desesperación temporal de un electorado que no encuentra nada mejor

 

Podemos no ha dejado de hundirse desde que cambió el eje de su discurso --arriba/abajo-- para enrocarse en el tradicional derecha/izquierda. Cs no ha hecho más que expandirse. Los movimientos que inspiraron la revolución morada no han logrado articular sus demandas a través de una fuerza política eficaz. Se vio en Vistalegre II. El Podemos de los círculos ha acabado convirtiéndose en el partido de Iglesias y Cía, telepredicadores que no entienden que, por entretenido que a veces fuera su espectáculo, llega un momento en el que los espectadores apagan la televisión y se van a la cama. Todos los vaivenes de los antiguos jacobinos, que pasaron de defender la agenda social a olvidarse de ella para ponerse en manos de las franquicias nacionalistas, no les ayudaron a ganar trecho; más bien les han hecho perder influencia, capacidad de persuasión y relevancia.

Cs es el único que ha conquistado un espacio político propio. De ser un partido regional ahora forma parte de la correlación de las fuerzas parlamentarias dominante. En este camino, sin embargo, no ha conjurado sus dos grandes defectos: la indefinición ideológica y la construcción de una estructura territorial. La organización naranja nació de la suma del progresismo templado y el liberalismo ilustrado, pero fue desprendiéndose de esta diversidad hasta reinventarse como una marca liberal, especialmente en lo económico. Se disputa con el PP un mismo universo sociológico. La táctica, según los sondeos, parece funcionarles. Aunque quizás sea de forma pasajera. Todavía no está claro si, al igual que le ha sucedido a Podemos, su ascenso terminará siendo efímero. Las novedades, en los tiempos de la posmodernidad, apenas duran un suspiro.

El partido naranja no gobierna. Maniobra desde las instituciones en función del viento dominante. En Madrid son aliados naturales del PP; en Andalucía sustentan al susanato. Su distanciamiento de la calle crece a medida que ganan relevancia institucional. El incremento de militantes, entre ellos una parte de los restos de UPyD, ha hecho que su imagen se haya desdibujado en las autonomías, donde la coherencia discursiva brilla por su ausencia. Su liberalismo, además, es variable. El desafío independentista les ha catapultado al núcleo duro de la política española, donde ya cohabitan de igual a igual con socialistas y populares. La fortuna parece acompañarles, aunque la incógnita de su puesta de largo, obviando episodios como el respaldo de personajes como Aznar, es si este crecimiento se debe realmente a sus méritos o sólo es fruto de la desesperación temporal de un electorado que no encuentra nada mejor. El PSOE continúa atrapado en la nostalgia del imperio caído. El PP de Rajoy baja por el peso muerto de la corrupción, la torpeza y la tibieza ante los nacionalistas. Podemos ha cavado, a la velocidad de la luz, la fosa donde la historia entierra --antes o después-- todas las utopías de los profetas iluminados. Todo parece impulsar a Cs. Sí. Pero, de igual modo que le ocurrió a la UCD, el encantamiento de la centralidad puede diluirse el día que tengan que decidir entre la gente o los bancos. Elegir ambos aún no es compatible en España.