El célebre mito de la sanidad pública española comienza a llenarse de sombras. Un informe del Sistema Nacional de Salud, hecho público esta misma semana, certifica que las listas de espera quirúrgicas sumaban en nuestro país a finales de 2016 más de 614.000 pacientes, un 11% más que un año antes. El tiempo de espera para entrar en un quirófano a someterse a una intervención que no fuera urgente --las más numerosas-- ascendía a 115 días, cifra que cada semestre evoluciona a peor. Las citas con los especialistas, necesarias para resolver muchas dolencias corrientes, tardan 72 días, un 24% más que doce meses antes. La situación no es idéntica en todas las regiones --Cataluña es de largo uno de los territorios con el tiempo de demora más alto, fijado en 173 días de espera para una operación-- pero refleja un común denominador: los servicios sanitarios públicos cada vez son más ineficaces. A los privados les sucede igual: cobran primas más altas y dan peor asistencia. La única diferencia es que los primeros son de pago obligatorio mientras que los segundos son una opción voluntaria.

Cambio de tercio. En Andalucía, hace sólo unos días, la administración autonómica decidió eximir a los padres de llevar a sus hijos a la escuela con el pretexto de las altas temperaturas estivales. El problema, en realidad, no era este prematuro verano cruel que ahora llega en junio, sino la imprevisión pública: la mayoría de los centros educativos meridionales, en los que la propaganda institucional basa su perpetua campaña de defensa del Estado del bienestar, carecen de la climatización adecuada para soportar el frío y el calor. La Junta, que en su día llegó a regalar ordenadores a los alumnos y ha obligado a los profesores a conceder aprobados inmerecidos para mejorar las estadísticas, no ha querido invertir durante lustros ni un solo euro en adecuar sus aulas. Como si el calor en Andalucía no durase seis meses al año. Socialismo es igualdad. Salvo en verano, cuando unos sudan y otros no.

Nuestros servicios públicos se han deteriorado de forma acelerada mientras los impuestos estatales, regionales y locales no dejan de subir desde hace ocho años

Esta suspensión por anticipado del curso escolar intentaba frenar una nueva ola de protestas ciudadanas, que es el panorama diario al que se enfrenta Susana Díaz tras su fracaso en las primarias del PSOE. Los socialistas andaluces, lejos de atajar los problemas, pretenden tapar su escasísima capacidad de gestión con argumentos deslumbrantes, como el ofrecido por el delegado de Educación en Huelva, Vicente Zarza, que dice que poner aire acondicionado en los colegios “acarrearía inversiones y daños a nuestro planeta”. Lo primero es obvio; lo segundo, ridículo. A este político socialista, ex alcalde de Zalamea la Real, un coche con aire acondicionado le recoge todos los días en su pueblo para llevarlo a su despacho oficial, donde la climatización es generosa y constante. No usa bici. Tampoco camina. Y sus gastos en gasolina corren por nuestra cuenta. El hombre quiere salvar el planeta, pero prefiere que nosotros nos sacrifiquemos primero, caminando juntos, como hermanos, miembros de una iglesia, por la senda de la sostenibilidad. Él se sumará más tarde. Cuando se haya ventilado.

Entre ambos episodios, a los que podríamos sumar un sinfín de casos más, existe un evidente punto de conexión: nuestros servicios públicos se han deteriorado de forma acelerada mientras los impuestos estatales, regionales y locales no dejan de subir desde hace ocho años. Los ciudadanos cada vez pagamos más --teniendo menos renta-- por menos y peores servicios. La gestión pública en España, que históricamente ha sido discreta en comparación con los ratios europeos, se ha convertido directamente en una sucesión de engaños cotidianos. Nos fríen a impuestos --en Andalucía la voracidad recaudatoria es de las más altas del país-- y, a cambio, sólo nos ofrecen excusas, justificaciones, listas de espera y cuentos peregrinos.

Nuestros políticos, especialmente los más jóvenes, no tienen complejo de culpa al respecto de esta situación. Su única respuesta consiste en culpar a sus adversarios. Para ellos la política no es un servicio, sino un trampolín para desarrollar una carrera personal a costa de los contribuyentes. Su populismo, lleno de constantes invocaciones vacías al bienestar de la gente, esconde un atraco permanente a los bolsillos individuales. En España nos sobran leyes y próceres, parlamentos y autonomías, alcaldes y diputados. Necesitamos una reforma fiscal justa, una ley electoral razonable y buenos gestores. Sólo entonces seremos Europa.