No deben ser muchos los lectores contemporáneos familiarizados con la obra de Stéphane Mallarmé, poeta decadentista francés, a mitad de camino entre el simbolismo y las vanguardias, que horas antes de morir –de un espasmo súbito– pidió, igual que Kafka en el lecho, que se destruyeran sus escritos. Pensaba que carecían de valor a pesar de haber consumido su vida en la tarea de crearlos. “Todo en el mundo existe únicamente para acabar convirtiéndose en un libro”, dijo, estableciendo, antes que Borges, una cosmogonía donde el universo se concibe como una biblioteca y los hechos adquieren valor sólo cuando se trasforman –gracias a la alquimia de la literatura– en estos objetos hechos con tipografías y páginas cosidas entre sí, cobijadas por una cubierta rústica o de cartón. No existe objeto más perfecto. En la historia de la humanidad no hay otra tecnología tan infalible. 

El libro es el símbolo por antonomasia de la cultura. Un patrimonio accesible que desde hace siglos ha sido objeto de tráfico mercantil. Una forma de comercio (colosal) para quien alcanza a descubrir el secreto (nada sencillo) de dar con una obra capaz de interesar a sus semejantes. Un lienzo en blanco sobre el que un artista puede escribir indistintamente versos libres (no sujetos a rima y medida) en busca de la magia de la eufonía o copiar un vulgar manual de instrucciones.

La sabiduría más excelsa y el más bajo de los registros están vertidos en la misma vasija, hecha de papel y tinta. A pesar de los augurios y del pesimismo (razonable), que llevan mucho tiempo anunciando la irremediable muerte de la letra impresa –sustituida por las imágenes de las pantallas bajo cuya dictadura vivimos y trabajamos en esta nueva era digital–, las estadísticas nos dicen que los libros, al contrario que el periodismo y otras industrias culturales, no se han convertido en una actividad ruinosa. 

Los profetas pronosticaban un desastre –el mercado editorial cayó un 18% durante el confinamiento– que no ha llegado. Los datos del sector certifican que las ventas de este año han crecido hasta un 17,1%, quince puntos por encima del último ejercicio normal. El 2020, año apocalíptico, terminó para los editores, los distribuidores y las librerías –los agentes con mayores porcentajes de la cadena de valor del libro– mucho mejor de lo esperado. El último semestre ha sido directamente un acontecimiento: una facturación de 1.100 millones de euros, un 20% por encima de las cifras habituales. Y la suma más alta de este decenio, en el que hemos vivido dos crisis económicas y oído a diario el mensaje de que el papel está muerto. 

Pues no. Si alguna vez lo estuvo, acaba de resucitar. El gremio, reunido en el Fórum Edita de Barcelona, explica este ascenso de las ventas –en competencia abierta con la cultura digital– por la abundancia de títulos sacados al mercado, en constante incremento en los últimos dos años. Se edita más y se compra (es de suponer que también se lee) más. ¿Se trata de una anomalía? En absoluto: las nuevas tecnologías permiten conseguir títulos con extraordinaria facilidad –sobre todo ahora que las librerías de fondo se han convertido en auténticos unicornios– y la creciente calidad media de las ediciones (cuestión más compleja es ya el contenido literario de muchas obras) ha disparado el consumo de productos editoriales que hace unos años eran minoritarios: cómics y novelas gráficas

Hasta el libro infantil y juvenil vive una época de esplendor, con casi 30 millones de ejemplares vendidos, sólo por detrás de los textos escolares y la ficción para adultos. Hay quien piensa que se trata de un espejismo pasajero. Tras lustros de oír a tantas casandras no debe ser fácil admitirlo: quizás empezamos todos a estar saturados de la burbuja digital y (muchos) preferimos regresar a lo sólido: una lectura sin pantallas. En contra de lo que se predica, e incluso del problema social que supone que la escuela licencie a alumnos incapaces de comprender un texto escrito simple, la lectura es –y va a seguir siéndolo siempre– una actividad intelectual insustituible. Prestigiosa. Inequívocamente moderna. 

Machado ya advirtió de la insólita necedad que implica confundir el valor con el precio. Algo similar podemos decir de quienes, infatigables a la hora de anunciar el deceso del libro en papel, pronostican que las series han matado a las novelas y los podcast a la poesía. La realidad nos dice lo contrario: en la Feria del Libro de Madrid hemos visto aglomeraciones y colapsos por la elevadísima afluencia de público, con esperas de hasta hora y media. Es dudoso que este éxito se deba únicamente al ritual –escénico– de las firmas, a las normas de aforo o a una extraña pulsión sociológica. Las causas son otras: un buen libro nunca falla. No agota los ojos, enseña (sin pagar suscripciones mensuales) y alumbra el sentido crítico. 

Se trata de una ley exacta: un libro siempre conduce a otro. Y, a pesar de la política de ciertos grupos editoriales, que destruyen libros porque no los venden en el tiempo que han establecido artificialmente sus ejecutivos, es un producto perdurable, casi eterno, cosa que no puede decirse de la mayor parte de la prensa diaria, entregada a la superficialidad más huera. Que el viejo libro en papel resista es una excelente noticia (agridulce). Editores, libreros y distribuidores, antes de llorar por adelantado ante el próximo Apocalipsis, deberían repensar a fondo su negocio, basado en una asimetría injusta. Los escritores profesionales, que son quienes crean los productos culturales que venden, malviven –salvo contadas excepciones– en la precariedad más absoluta, cuando no están condenados directamente a la miseria. 

El 77% de los autores cobra por regalías menos de 1.000 euros al año. Una industria donde se gastan más recursos en presentar un libro que en escribirlo no es sostenible. Ni orgánica. Ni razonable. El sector editorial, la distribución y las librerías han trasladado a quien escribe –el eslabón más débil de la cadena– los riesgos que en cualquier otra actividad asumirían los empresarios. Es hora de reformar el círculo industrial del libro en España. Mallarmé escribió: “una tirada de dados jamás derogará el azar”. Una industria editorial que no cuida a sus autores –pagándoles lo que merecen– o no invierte en ellos, tampoco.