Las estadísticas son la religión de nuestro tiempo. Al contrario que las creencias antiguas, basadas en la fe ciega, aspiran a ser exactas --formalmente lo son, aunque su veracidad es un asunto discutible-- y no tienen oídos ni aceptan las plegarias de quienes las padecen. Son frías cifras sin alma. La pasada semana, mientras las procesiones cercaban las ciudades del sur, entregadas a tradiciones tribales como la familia y el costumbrismo más dudoso, dos informes hicieron resonar, frente a las cornetas y a los tambores que acompañan a los crucificados, el drama que está convirtiendo a España en un país en proceso de derribo.

Las valoraciones oficiales dicen desde hace tiempo que estamos saliendo de la crisis. Y los diagnósticos macroeconómicos, escritos en función del interés (variable) de los más poderosos, hablan de recuperación. El optimismo es el mantra oficial. Pero la realidad de la calle es distinta: una década después del crack, el tejido humano de nuestro país sigue atrapado en su particular naufragio. Unicef ha publicado un dictamen que revela que la pobreza infantil ha crecido hasta afectar ya al 40% de los menores. Nueve puntos más en algo más de un lustro. Terrible. Según esta organización de Naciones Unidas, el gasto social para las familias con niños ha caído en 11.500 millones de euros. En los hogares más pobres --los que viven con menos de 8.400 euros al año-- el impacto de los recortes es aún peor.

El optimismo es el mantra oficial. Pero la realidad de la calle es distinta: una década después del crack, el tejido humano de nuestro país sigue atrapado en su particular naufragio

La España oficial, sin embargo, hace oídos sordos a este drama cotidiano. Sus actores principales continúan encerrados con sus juguetes --las eternas guerras, los negocios, el poder, el delirio nacionalista-- mientras el país real, la patria de los ciudadanos anónimos, corrientes, cada vez contempla menos horizonte tras su ventana. La crisis sigue devorando a muchas familias sin que ni uno de los partidos políticos --ni los integrados ni los apocalípticos-- haga nada serio al respecto. En paralelo, otro informe económico calcula que los (afortunados) españoles con nómina se dejan hasta el 40% de su sueldo mensual en pagar impuestos y seguridad social. Una cifra que está por encima de la media de los países de la OCDE.

¿Dónde va todo este dinero? ¿En qué se usa? Desde luego, no se destina a políticas asistenciales. Y menos aún a programas de atención a la infancia en riesgo de exclusión, que es la bolsa de pobreza que simboliza el futuro aciago que nos espera. Los niños no han cotizado nunca. Así que viven peor que los pensionistas. Unicef critica que los escasos programas de apoyo para las familias están ligados a un sistema de desgravaciones fiscales que ayuda más a las clases altas y medias que a los hogares más humildes. Los pobres no sólo no desgravan. Tampoco pueden comer. Ningún país europeo ha mejorado desde el comienzo de la recesión las políticas en favor de la infancia. España tampoco. La notable diferencia con respecto a nuestro entorno es que además sufrimos un desempleo insoportable.

¿De qué maldita democracia hablan? ¿De una democracia que no es capaz de alimentar al 40% de sus niños?

El panorama es muy negro. A los barrios ha vuelto la pobreza vergonzante. Muchos profesionales se han transformado en súbitos mendigos ilustrados. Los mayores de 45 años son considerados inservibles por el mercado laboral. Y nuestros políticos niegan esta realidad mientras se cobijan dentro de su universo paralelo, pagado gracias a los impuestos que cualquier sociedad digna dedicaría a sus hijos, pero que aquí son devorados por nuestras edificantes élites extractivas. Esas que dicen que hemos salido de la crisis. Las que llevan lustros metiéndonos miedo con el descarrilamiento de la democracia. ¿De qué maldita democracia hablan? ¿De una democracia que no es capaz de alimentar al 40% de sus niños?