Algún día los libros de historia explicarán que el denominado procés soberanista catalán arrancó en septiembre de 2012. Es cierto que el huevo de la serpiente llevaba años, décadas, incubándose. Recuerden a Jordi Pujol y su taimado plan destinado a inocular, en todos los ámbitos de la vida social, cultural y económica de la Comunidad Autónoma, el virus nacionalista, y también aquellas palabras, célebres y proféticas, que seguramente musitaba con frecuencia con mirada torva: "Hoy paciencia; mañana, independencia". Pero la devastadora crisis económica, con España al borde de la intervención, lo precipitó todo...

Artur Mas --ya lo saben-- se echó al monte, tras no ser atendidas sus pretensiones de un Concierto Económico similar al del país Vasco por parte de Mariano Rajoy, enarbolando, tras la manifestación del 11 de septiembre de ese año, la bandera de la secesión. Y lo hizo por diversas razones que se pueden resumir en tres: para ocultar la corrupción y el inmenso latrocinio que CiU había llevado a cabo durante años; para proteger al deleznable capo di tutti capi de la "Costra Nostra" y a su vergonzosa familia, y para desviar la atención de los tremendos recortes presupuestarios en materia social que había puesto en marcha. Añadamos un cuarto motivo, no menos cierto: mantenerse en el poder contra viento y marea.

Seis años y dos enajenados presidentes más tarde, Cataluña es una región devastada, hundida, fracturada, tanto en lo económico como en lo emocional. El procés finalizó, de un modo u otro, con la aplicación del 155 y la entrada en prisión preventiva de los responsables del mayor desaguisado contra la democracia y la lealtad institucional. El año que ha transcurrido desde los hechos del 1 de octubre --y las consiguientes declaraciones de independencia-- ha sido el tiempo que ha tardado el globo nacionalista en precipitarse desde la estratosférica altura de su quimera imposible hasta hacerse añicos contra el duro suelo de la realidad.

Los catalanes comienzan a despertar, a tomar conciencia de la situación, y llega la hora de la ira. De la perplejidad ante todo lo sucedido, de la negación y la incapacidad para aceptar que todo haya sido un monumental engaño, han pasado a la fase de enojo mayúsculo. Protestan los estudiantes, hartos de pagar las tasas universitarias más altas del Estado, y el profesorado asociado, infravalorado y mal retribuido; protestan médicos, especialistas, cirujanos, enfermeras y personal hospitalario, crispados por tener que lidiar a diario con unas listas de espera que superan en 70 días a las de Andalucía, con unidades de Tomografía Axial Computerizada y quirófanos que echan humo, con pasillos y boxes atestados de gente; se unen también los bomberos, cuya flota de vehículos está obsoleta --supera los 20 años--, cansados de acabar apagando los incendios casi a cubazos, porque faltan mangueras, y de acumular 460.000 horas extra a sus espaldas, en 2017, porque las más de 600 nuevas plazas que deberían ser cubiertas en aras de la operatividad no se convocan.

Por si esto fuera poco, el próximo 12 de diciembre está anunciada la primera gran huelga general del funcionariado de la Generalidat. Más de 250.000 personas desbordarán las calles, paralizando la vida del país.

¿Y en medio de semejante desastre, dónde está Quim Torra? Torra, señores y señoras, está desaparecido en combate, oculto tras una cortina, o tras un garrafón de ratafía, o en algún aplec de interés nacional, algo tipo "Jornada Fraternal de Helicicultura y Cría de Caracoles Autóctonos Superiores". No esperen nada de semejante fantoche. En su lugar, confórmense con la comparecencia del puigdemontiano Eduard Pujol, portavoz de JuntsxCat, y créanle a pies juntillas cuando afirma que todas estas protestas son minucias, y que "no es esencial si los pacientes esperan 82 o 85 días para operarse, porque lo esencial es la independencia, y las listas de espera, una mera distracción". Otros se han pronunciado en términos similares. Incluso Torra, que asomó la nariz en el aniversario del periódico Ara, ha vuelto a insistir en que todo es culpa de España, que nuestro déficit fiscal se arregla con una independencia como Dios manda. Y que esto es imparable, justo y necesario. 

Esas palabras, el colmo del cinismo, casi justificarían un linchamiento en plaza pública tal y como están las cosas, pero que nadie se apure, que los catalanes somos gente pacífica a la que no le gusta gritar y menos aún linchar. Que nadie se distraiga, que lo mejor está por llegar. La independencia es la única prioridad política... ¿Saben ustedes cuántas leyes se han aprobado en el Parlament de Cataluña entre 2013 y 2017? Agárrense: sólo cuatro. Y quizá la más importante de todas --por ser respaldada por todos los grupos parlamentarios--, la referida a la Renta Garantizada de Ciudadanía, ha resultado ser un bluff, una fanfarronada, un engaño; tras más de un año de silencio administrativo, el 70% de las peticiones, o más, de las casi 40.000 acumuladas, han sido denegadas. Muchísimas familias de tres y cuatro miembros, con ingresos máximos de 400 o 500 euros mensuales --¡por trabajar alguno de los cónyuges unas horas al día, a tiempo parcial!-- han visto rechazada su solicitud.

Pero sonrían. Always Look on the Bright Side of Life… Nos moriremos de peritonitis a las puertas del quirófano, pero felices y orgullosos de tener una maravilla de televisión pública --TeVen3--, con sus millonarias verduleras politólogas vociferantes; y con miles de embajadas urbi et orbi, incluso en Kiribati y en el Estrecho de Bering; y con centenares de cargos públicos con sueldos astronómicos; y con un servicio de propaganda nacional que ni el Tercer Reich en su mejor momento.

¿Teniendo todas esas cosas, quién necesita más? Lo esencial, queridos amigos, es lo esencial. 

Cataluña es hoy pura vergüenza colectiva, frustración, enojo, ruptura y enfrentamiento. Se siguen marchando las empresas, en incesante goteo; crecemos menos que el resto del Estado; sufrimos una importantísima caída en inversión extranjera; no se crea el suficiente empleo, y la población --aquella que no puede aferrarse a la almadía en la que intentan los paniaguados nacionalistas sortear los rápidos de su propia indecencia moral-- es presa de la desazón más absoluta.

No lo duden. El tiempo de la ira no ha hecho más que empezar.