Cada cierto tiempo, algún alumno convoca en clase, con una pregunta, ese momento que no es fácil para ningún profesor de Literatura: intentar explicar la importancia de los clásicos. Obviando el criterio de calidad, más complejo de abordar en según qué niveles, siempre procuro incidir en dos rasgos básicos: la intemporalidad y la universalidad de esas obras. Los clásicos nos interpelan porque trascienden la época en que han sido escritos y la cultura a la que se adscriben. Sus temas, sus personajes, sus conflictos nunca pierden vigencia porque se relacionan con aquello que nos constituye desde siempre: nuestra condición humana.

La vida es sueño pertenece a esa clase de obras, y en los últimos cursos he tenido la fortuna de que forme parte del programa de Literatura Castellana de Bachillerato. El esqueleto argumental de una de sus dos tramas es muy conocido: Basilio, rey de Polonia y, a su vez, experto en astrología, antes del nacimiento de su hijo Segismundo, ve en la disposición de los astros que su primogénito lo destronará y se comportará como un tirano ante sus súbditos. Ese horóscopo es suficiente para que el rey decida, con el fin de evitar el funesto hado, encerrar a su hijo en una torre escondida entre los peñascos y la maleza de un monte. Se trata, por tanto, de una condena preventiva: Segismundo, desde que nace, expía un pecado que no ha cometido.

Hay dos escenas de la obra en las que siempre pongo un énfasis especial. La primera es el conmovedor soliloquio con el que se presenta el personaje. Se pregunta Segismundo, en un lamento desgarrador, cómo es posible que un ave, un pez, un toro o incluso un arroyo gocen de la libertad que a él le ha sido negada. Esas analogías descartan la conjetura que abre su intervención: si quizás su único pecado haya sido nacer.

La segunda escena es el momento en que, tras suministrarle un narcótico, conducen a Segismundo a palacio y, bajo la apariencia de un sueño, le hacen creer que es el rey de Polonia. La representación, planeada por el rey Basilio, tiene como objetivo evaluar el comportamiento de Segismundo para comprobar si la naturaleza salvaje y tiránica anticipada por los astros es cierta o si, por el contrario, la interpretación de Basilio ha resultado errónea. Segismundo se conduce como un ser indómito, impulsivo y arbitrario: lanza a un criado por la ventana, intenta abusar de Rosaura, amenaza con matar a Clotaldo. Basilio, al observar su proceder, de algún modo enjuaga su conciencia: Segismundo acaba de certificar la predicción de los astros, lo que, a sus ojos, justifica su encierro.

Tras leer la escena, les pregunto a los alumnos por qué se comporta Segismundo como un ser irracional: ¿está en su naturaleza o actúa así porque ha sido tratado como una bestia desde que nació?, ¿acaso la humanidad de Segismundo no fue cercenada justo entonces?, ¿acaso su conducta no es el resultado de una injusticia cometida bajo el manto de las buenas intenciones y el interés común? Y, en todo caso: ¿justificaría la estabilidad política de la monarquía su sufrimiento?

Entonces suelo hacer alusión, por la extraordinaria similitud de los temas planteados, a Minority Report, la película basada en un cuento de Philip K. Dick. La historia  está ambientada en el año 2054, en Washington D.C., donde funciona un Departamento de Precrimen de la Policía que es capaz de anticipar los asesinatos que se van a cometer en la ciudad. El grupo utiliza las visiones de tres adolescentes con problemas mentales previos --los llamados precogs--, a los que mantienen en una piscina, sedados, en una suerte de estado de semiinconsciencia permanente. La película introduce una vuelta de tuerca moral con respecto a la obra de Calderón, porque la eficacia del sistema es indudable: se ha logrado una tasa de homicidios nula. Pero se presentan dilemas muy similares: a los detenidos se les acusa de delitos que todavía no han cometido y el éxito del sistema depende de la condena en vida de tres inocentes.

¿Y por qué toda esta reflexión? Porque ante el mensaje de algunos políticos, como el de Tania Sánchez en Twitter hace unas semanas, en el que se hablaba de “probar” la inocencia de alguien o se defendía cierta profilaxis punitiva, la literatura nos recuerda que todo castigo preventivo será siempre un acto de injusticia y que el sufrimiento de cualquier inocente convierte en inmoral toda medida que lo avale o justifique, aunque sea en nombre de los más altos ideales. La literatura, al fin y al cabo, nos ayudaría a comprender que la presunción de inocencia quizás sea uno de los más altos logros de la civilización, aunque en ocasiones nos aleje de la consecución del sueño utópico.