Es fastuoso e indescriptible: como vivir en un silencioso mercado persa en donde todo se regatea, se vende y se compra. Se negocia a todas las bandas posibles, pero nadie sabe nada. Y, si alguien sabe algo, calla bajo una especie de omertá de facto. Cualquier hipótesis puede verse alterada en apenas horas o desmentida al día siguiente. Solo cabe esperar y tratar de oír crecer la hierba, mientras toda España, pero especialmente Cataluña, es como un garito clandestino de almoneda, subasta, compraventa y puja por cuotas de poder.

Hay mucho que repartir y, en el fondo, hablamos de dinero y puestos remunerados más que de política, futuro y respeto a la voluntad ciudadana. Cualquiera puede pensar que su voto, en realidad, sirve exclusivamente para que los electos, sus receptores, se lo jueguen a los chinos en cualquier antro o en la taberna de la esquina. Sin transparencia alguna y en un paraíso de la confusión.

Cuarenta años de dictadura y otros tanto de bipartidismo imperfecto dificultan la implantación de cualquier cultura del pacto y la transacción. El objetivo es tratar de ordenar y gobernar una realidad fragmentada en donde lo único que parece sólido es el PSOE. El resto está hecho unos zorros. Puede haber quién lo contemple como una quiebra de la democracia o, por el contrario, como la esencia de la misma. Las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen. Quedan casi 15 días para la constitución de los ayuntamientos que se van a hacer eternos.

La situación es tan enrevesada que estos días hemos podido ver cómo, en el Círculo de Economía reunido en Sitges, los empresarios catalanes reclamaban al gobierno de la Generalitat ¡que respete la legalidad! ¿Estamos locos? Una petición francamente surrealista y reflejo del desbarajuste que sufrimos. Pero así estamos. Tan mal que el próximo presidente del lobby empresarial, Javier Faus, quiere dar cabida en la nueva ejecutiva a “todas las sensibilidades políticas” con un equipo “equilibrado y transversal”. Se adivina cierta congoja tras ver las orejas al lobo en la Cámara de Comercio. ¿Acaso harían lo mismo los irredentos partidarios del asalto a las instituciones para facilitar el advenimiento de la "Republica"? Eso que se ha convenido en llamar la burguesía catalana ha estado, más que perturbada, ausente durante los últimos años. Para colmo, el presidente en funciones, Pedro Sánchez, clausuró las jornadas de Sitges y, por un exceso de condescendencia y pleitesía, compareció como una exhalación sin decir ni palabra sobre Cataluña. ¿Por qué no hubo una sola pregunta por parte del presidente del Cercle, Juan José Bruguera?

Los silencios también se pactan y, cuando se negocia todo, la mejor estrategia es no decir nada. No sea que se tuerzan las cosas. Aunque el que no se consuela es porque no quiere. Ciudadanos y el PP simplemente ni aparecieron por Sitges. Tal vez porque no tienen mucho que decir. Todo el mundo espera que mueva ficha el otro. Tampoco compareció Manuel Valls, después de pegar una inopinada patada al tablero que ha dejado perplejo a más de uno. Ni la alcaldesa saliente: no sea que la vean codeándose con esas despreciables élites económicas, representantes de lo peor de lo peor, los oligopolios y las multinacionales.

Entre los egos y las ideas, el factor humano sigue siendo decisivo. ¿Habrá digerido Miquel Iceta el veto a su candidatura como presidente del Senado? Cuesta creerlo. El único que parece tenerlo claro es el señor Colau: quiere que su esposa siga de alcaldesa, sea como sea. Apenas les queda el Ayuntamiento de Barcelona para sobrevivir y fomentar el clientelismo. Mientras, se otorgan una superioridad moral que les permite disfrutar de una especie de patente de corso para repartir a su gusto y discreción con todo descaro credenciales de progresismo. Lo mismo que su socio Pablo Iglesias, que sigue erre que erre con la cantinela del Gobierno de coalición de “izquierda progresista”. Es posible que acabe protagonizando una nueva serie de Netflix: El ujier de La Moncloa. Lo que ha hecho en los últimos comicios, además de darse un sonoro batacazo, es regalarle una tabla de salvación a Pablo Casado: Madrid. Al menos, en tiempos de Julio Anguita prevalecía aquello de “programa, programa, programa”. Ahora se reduce todo a disponer de silla en el Consejo de Ministros como garantía exclusiva de un “Gobierno social y de progreso”.

Por su parte, ERC hará de la alcaldía de Barcelona --"la capital de la República", que dijo su candidato en la noche electoral-- un casus belli en cualquier reparto del pastel. Para los Comunes es un partido que se encuadra en eso de la izquierda progresista. ¿De qué color o ideología? ¿Socialdemócrata? ¿Liberal? Más bien socialtendero: socialista de palabra y tendero --botiguer si se prefiere-- de hecho. En el entorno de Ernest Maragall se respira ya un ambiente de alternancia con periodos de dos años a repartir con los Comunes. Cuál es el orden, pueden jugárselo a cara o cruz. Mientras, sigue la guerra cainita con JxCAT y el inquilino de Waterloo, esperando ansiosos la nueva entrega de la serie El fugitivo.

Pero cuidado: como hay que subir el precio de Barcelona para negociar el resto, Jaume Collboni (PSC) ya ha verbalizado algo similar a la alternancia de mandato, contando con la oferta de Manuel Valls para que la capital de Cataluña no caiga en manos de los independentistas. ¿Mantendrá firme tan generosa ofrenda? ¿O querrá encabezar una candidatura catalanista de centro liberal al Parlament? Solo nos faltaba el oráculo Rufián: ha aventurado que las elecciones catalanas serán hacia febrero. Esas elecciones serán cuando convenga y venga en gana a Puigdemont, porque quien disuelve es Quim Torra y este hará lo que aquel le ordene. Habrá que armarse de paciencia, que todo son interrogantes e impera la ley del silencio.