Estos días se cumplen cinco años de los debates en el parlamento catalán que supusieron la irregular aprobación de las leyes de referéndum y desconexión. Todos recordaremos que, tras dichas sesiones, vino el catastrófico referéndum del 1 de octubre, la declaración unilateral y, tras una esperpéntica correspondencia epistolar entre los presidentes Rajoy y Puigdemont, la aplicación del artículo 155. Cinco años después, seguimos arrastrando las consecuencias de los tremendos despropósitos de aquellos días: desde la salida masiva de empresas al deterioro institucional, por no hablar de las consecuencias penales para dirigentes independentistas.

Transcurrido un lustro, aparece más evidente que, en su caso, el artículo 155 se hubiera debido aplicar inmediatamente tras dichas sesiones parlamentarias; por el contrario, se siguió esperando a que el temporal amainara. Fue en aquellos 6 y 7 de septiembre cuando se dio la mayor violación del marco legal, ocasionando una crisis constitucional de largo recorrido. Además, de haber actuado entonces, se hubiera podido evitar el sinfín de despropósitos posteriores.

Con la perspectiva de los años, aún sorprende más cómo resultó posible tamaño desaguisado, pues la mayoría de los dirigentes políticos, sociales y económicos de ambos lados del Ebro sabían que aquella deriva conducía al desastre. Alguna lección podemos sacar del entuerto.

Así, la fuerza imparable del procés se sustentó en el silencio cómplice de buena parte de las élites catalanas. Se acusa especialmente a la burguesía empresarial, pero también desde partidos políticos moderados e intelectualidad se alimentó durante años una dinámica que resultó imparable. Buena parte de esa clase dirigente que en público alimentaba el procés, de manera explícita o desde un acomodaticio silencio, manifestaba en privado su preocupación y rechazo.

A su vez, la pasividad del Gobierno español y su renuncia a la batalla política frente al independentismo; como si lo que se estaba cociendo en Cataluña no fuera con ellos o creyendo que el tiempo por sí solo acabaría por reconducir el disparate. El Gobierno popular rechazaba toda crítica a su inacción, argumentando que lo suyo era ceñirse a la legalidad. Pero es que los días, 6 y 7 de septiembre, se violó el marco legal más que nunca y el Gobierno siguió como si nada.

Si la clase dirigente catalana se hubiera expresado en público como lo hacía en privado, y si el Gobierno español no hubiera renunciado a la batalla política, seguramente hubiéramos evitado uno de los episodios más lamentables de la política catalana y española a lo largo de la historia.

Quedémonos con que la democracia debe ganarse día a día. Los ciudadanos, expresándose en libertad; las élites, asumiendo su liderazgo social; y los partidos políticos, favoreciendo y liderando un debate público tan intenso como informado. No lo hicimos y así nos fue.