La propuesta de Pedro Sánchez de nombrar a Miquel Iceta como presidente del Senado tiene como objetivo, según han convenido algunos medios, poner en marcha el diálogo territorial. Se entiende que como el líder catalán es un federalista convencido, si esa negociación tiene como prioridad buscar salidas a los mal llamados conflicto catalán y tema vasco, es posible que el punto de partida sea la desigualdad respecto al resto de ciudadanos españoles. Es decir, el diálogo partiría de la asunción incuestionable del federalismo asimétrico. Es una opción. Si así sucediera cabe esperar, por ejemplo, que los diputados y senadores socialistas andaluces dijeran algo, y que manifiesten cuál es la posición de los que encabezan el 26% del apoyo a Sánchez: si son meros peones de un partido jerárquico o son, ante todo, representantes de los ciudadanos que les han elegido.

Una segunda lectura de esta propuesta senatorial de Sánchez muestra que en las recientes elecciones generales se ha votado, en parte, en clave territorial o nacionalista. El ascenso de Vox, de ERC, del PNV o de Bildu responde a acicates ultraidentitarios. Pero ni el modelo centralista de Vox ni el centrífugo de los separatistas han triunfado, el modelo político que ha ganado holgadamente las elecciones es el autonómico, aunque con vagas diferencias sobre la gestión de las llamadas tensiones territoriales.

En ese sentido la operación diálogo --con quienes no quieren dialogar, sino imponer sus imaginarios derechos históricos o populistas-- parece condenada de antemano al fracaso. Quizás la relectura territorial del autonomismo ha de avanzar con una propuesta de futuro que plantee cómo puede articularse una España vacía o poco poblada con metrópolis o sistemas urbanos polinucleares en proceso de expansión, sin olvidar el respeto a la pluralidad cultural y política en cada uno de esos territorios, y no de uno respecto a otros.

Una tercera lectura más mundana de la propuesta senatorial es que admite la evidencia de que Cataluña es una máquina trituradora de políticos (Arrimadas, Girauta, Albiol, Mas, etc.), y que el posible nombramiento de Iceta sea una patada hacia arriba como premio a su lealtad en los momentos más difíciles de Pedro, que han sido muchos y muy intensos. También podría ser entendido el nombramiento como un efectivo golpe electoral socialista pensando, no en las inminentes municipales, sino en las próximas autonómicas catalanas, siguiendo la exitosa estrategia de Iván Redondo tras la moción de censura de utilizar descaradamente una institución como plataforma electoral.

Ante ese posible nombramiento, una de las críticas más repetidas es que Iceta es un nacionalista partidario de reeditar una nueva versión del tripartito con los comunes soberanistas y los ultras de ERC. Sin embargo, el procés ha puesto de manifiesto que su nacionalismo no es el mismo que el de sus posibles aliados. Todos hablan del pueblo catalán en términos que recuerdan más a súbditos del Antiguo Régimen que a ciudadanos libres e iguales, pero Iceta no es un suicida ni pretende que los catalanes se lancen de nuevo al vacío. El matiz no es baladí.

Cuentan que en 1700, cuando el zar Pedro el Grande visitó al rey de Dinamarca, en su intento de buscar aliados contra Suecia, le demostró cómo le obedecían sus súbditos y ordenó a un cosaco que se lanzase desde la Torre Redonda de Copenhague. Satisfecho del suicidio, le preguntó al rey danés si tenía súbditos que hicieran lo mismo, y Federico IV respondió: “Felizmente, no”. Iceta ya contestó de un modo similar a Junqueras y a Puigdemont, una garantía de sentido común en tiempos de tanta convulsión populista e identitaria.