La confrontación con el estado decretada por el independentismo no hará caer al estado; otra cosa es que este mismo estado pueda entrar en crisis de no afrontar sus déficits, entre estos la corrupción del rey emérito que puede arrastrar a la monarquía parlamentaria al desastre a poco que se contemporice con el viejo monarca. Lo único que puede destruir el independentismo con sus propias fuerzas son las instituciones históricas de Cataluña, empezando por el gobierno de la Generalitat. De eso sí que es capaz. El actual presidente ya ha dejado entrever en múltiples ocasiones y en sede parlamentaria su despreocupación por el futuro del autogobierno, al que considera impropio de las aspiraciones nacionales.

Quim Torra cree firmemente que de las cenizas de la administración autonómica nacerá un floreciente estado propio. Y además pretende que dicha pérdida histórica pueda ser atribuida al Estado español y no a la estulticia partidista que rige su gestión. Torra, como Puigdemont, solo buscan jugadas maestras, como la que llevó al país al borde del precipicio y a medio gobierno a la prisión. O como la que convertirá el espacio independentista en un minifundio electoral. La pandemia del coronavirus ha sido utilizada para convertir la Generalitat en un ariete de oposición al gobierno central, aprovechando errores e improvisaciones del mando único instaurado por el estado de alarma y obviando la exigencia de lealtad institucional ante una crisis de magnitud desconocida.  

El desgaste al que está sometiendo el equipo de Torra a la Generalitat es colosal, como diría Josep Pla. La gestión del confinamiento de Lleida puede considerarse paradigmática de un desmoralizador estilo de hacer las cosas. Unas semanas antes, presumiendo de que nadie conoce mejor lo que pasa en Cataluña que el gobierno de Cataluña, se hace una transición exprés de la tercera fase a la nueva normalidad, aquí denominada “la represa”, para poder proclamar la recuperación del control del país pero obviando las especiales circunstancias sociales y laborales de la comarca del Segrià en la temporada de recogida de fruta. Después se anuncia a bombo y platillo que se dispone de todos los medios para hacer el rastreo de los nuevos contagios y aislarlos convenientemente. Y finalmente, para no dejarse enmendar la plana por el doctor Simón, que apremió al confinamiento de la zona, se pierden un par de días para exhibir autonomía de decisión.

Cuando el desastre es inevitable, se echa las culpas a Madrid, que alguna habrá tenido, pero no parece que en este caso hayan condicionado las libres decisiones del gobierno Torra. Luego el presidente se va al Parlament para ahogar con desplantes indentitarios la tímida autocrítica de los consellers republicanos de Sanidad y Servicios Sociales. Tanto Alba Vergés como Chakir El Homram han tenido la decencia de asumir las responsabilidades ante la avalancha de indicios presentados por la oposición de que algo, o mucho, ha fallado en la gestión en las residencias y en el rebrote de Lleida. Ambos han admitido que nadie estaba preparado para esta crisis, tampoco Cataluña.

Torra está en otra onda. Visto que España no se hunde tan fácilmente, ha optado por aplicar el cuanto peor mejor en Cataluña para darse la razón. Su latiguillo oficial es “para eso queremos la independencia”. Si no hay recursos humanos para las residencias, latiguillo. Si el rastreo de contagios no funciona, latiguillo. Si no hay dinero para la red de atención primaria, latiguillo. Si los médicos se quejan de confusión y abandono, latiguillo. Si Pedro Sánchez no les consigue sus 5.000 millones europeos, latiguillo. El final de esta premeditada y tenebrosa secuencia de desprestigio institucional es inequívoco. La Generalitat no sirve para nada, latiguillo. Así que no puede haber un gobierno autonómico en Cataluña, latiguillo. Habrá que ver si de las cenizas de su mandato se puede recupera el autogobierno.