Cuando en medio de un cambio de año bastante convulso y escasamente esperanzador en el que se manifiestan cada vez más las nuevas formas que adquiere el totalitarismo entre una población progresivamente más temerosa y desigual, la preocupación informativa y ciudadana sea, de repente, la muerte de una perra para dilucidar si ha caído de manera incidental o bien resulta una víctima más de los cuerpos policiales, uno tiene la sensación de vivir en una sociedad un poco enferma. O bien, para decirlo más suave, se habita en un mundo ligeramente desenfocado en sus prioridades. Esta perra barcelonesa -La Sota-, de la que todos ya conocemos no sólo el nombre, sino también grabaciones, historial y valores profundos, representa para muchos la quintaesencia de la civilidad a la que hemos llegado o la sofisticación cultural que hemos adquirido y que se expresa en el respeto reverencial hacia los animales. Se podría pensar que toda vez que el bienestar, la estima y la consideración hacia los humanos ya está plenamente lograda, es bueno que esto se extienda hacia las bestias, haciéndolas beneficiarias de nuestros valores morales y de nuestra ingente capacidad de cariño. Comparto gran parte de las preocupaciones que expresa la filosofía de los animalistas y resulta un notorio progreso que vayamos abandonando la ancestral maltrato dado al ganado y vayamos estableciendo con el reino animal una relación más basada en la consideración, la buena convivencia y el respeto. Superar las pulsiones primarias y violentas es siempre positivo, como lo es exigir que quien opta por convivir con animales los trate de manera debida. Pero resulta chocante y grotesco, ver cómo en nuestra sociedad a veces estamos dispuestos a proporcionar a los animales lo que escatimamos a las personas. Muchos animales de compañía tienen mejores prestaciones sanitarias --incluso psicológicas--, ambientales, alimentarias y de ocio del que pueden disfrutar muchas personas. Nos entristece encontrarnos un perro abandonado, pero ni nos damos cuenta al pasar de la gente condenada, en pleno invierno, a dormir en la calle.

Me preocupa vivir en una sociedad en la que el sentimentalismo fácil nos lleva a errar en las prioridades y en la que a menudo la proyección afectiva hacia los animales resulta inversamente proporcional a la que se profesa hacia las personas. No resulta deseable que un agente de la Guardia Urbana tenga que dispararle a un perro que se le haya abalanzado de manera violenta, pero me niego a convertir este hecho en una preocupación trascendental o preguntar sobre el grado de justificación y de proporcionalidad que podía tener el policía en su proceder. Que reiteradas movilizaciones de miles de personas hayan convertido este hecho en una de las principales preocupaciones políticas de la alcaldesa Ada Colau, no sólo resulta inadecuado, sino que adquiere carácter caricaturesco cuando debe comprometerse a una investigación a fondo que, una vez más, pone a los pies de los caballos a la gente que se ocupa del orden público. Que el propietario de la perra la incitara a atacar, o que su historial "violento" sea amplio, parece no tener a estas alturas ninguna importancia. Cuando la muerte de un perro puede generar una crisis política o bien se convierte en elemento de preocupación y movilización ciudadana, lo siento, no me parece ninguna muestra de progreso colectivo ni de mejora de la civilidad, más bien el triunfo de la inanidad. Me parece estar asistiendo a una manera bastante indigna de huir de la realidad en relación a lo que es realmente importante, una manera de errar el disparo --y perdonad la metáfora--, en relación a los problemas de fondo que tiene nuestra sociedad, una mera maniobra de distracción. Si las decepciones que nos genera la condición humana nos lleva a focalizar afectos e intereses prioritariamente hacia los animales, más allá de comentarios irónicos o recursos literarios, ciertamente les estamos haciendo un flaco favor a las personas, pero sospecho que también a los animales.