Lamentablemente, hay que insistir en ello: no se ha rebatido con suficiente prontitud y eficacia la ideología de los dirigentes independentistas, por eso han podido intoxicar a placer a las multitudes que les siguen en la calle y en las urnas. Rebatirles no es fácil. La retórica a través de la cual expresan su ideología conforma una tupida maraña de tergiversaciones, mentiras, insidias, palabrería huera, emociones inducidas y un sinfín de vaguedades.

Ejemplos a montones, uno reciente: la reciente entrevista a Oriol Junqueras, publicada en El País no tiene desperdicio y no caduca;  es un  compendio de esa maraña. En la entrevista Junqueras responde como ideólogo --ya que como político está inhabilitado--  y como tal debe ser rebatido; no por encarcelado tiene licencia para mentir ni goza de superioridad moral alguna.

Descontando la amargura que destilaban sus palabras por la situación personal  --él en la cárcel y Puigdemont en Waterloo--, Junqueras despliega como de costumbre el arte de la tergiversación total, esta vez en torno a un punto clave en el diagnóstico del procés: la inocencia.  

Hasta cinco veces invoca (ser) “inocente” en distintos contextos, pero siempre con el mismo sentido implícito: “no hemos hecho nada condenable”. Lo repetirán hasta la saciedad, hasta que la lejanía de los hechos transmute la mentira en verdad. Los culpables son los otros: “saben que somos inocentes y siguen callando”, a ver “si aguantan nuestras miradas”, chulea el cínico.

En la inversión constante de la realidad que practican, Junqueras se supera a sí mismo;  dijo unos días antes en TV3: “Quien debería estar condenado es (el juez) Manuel Marchena”. La aplicación del artículo 155 ha sido la desgracia de Cataluña --sostienen--,  no los graves hechos que ellos protagonizaron y que provocaron su aplicación.

El derecho de autodeterminación no existe para Cataluña, pero pretenden que “lo volverán a ejercer”. Y piden un mediador en la mesa de negociación, porque dicen no fiarse del Gobierno, quienes se sitúan en una deslealtad permanente.

Sólo es retórica, dirán los comprensivos, “evaluemos sólo los hechos”, recomiendan algunos.  Pero es una retórica envenenada que alimenta el conflicto, sirve de pasto emocional a los seguidores ---sin esa retórica no llenarían las calles-- y es interpretada como una provocación por los otros que viven también del conflicto.

Y además es una retórica muy útil. La pretendida inocencia “justifica”, entre otras muchas barbaridades, que la gobernabilidad de España importe un comino y que la Avenida Meridiana de Barcelona padezca el vandalismo de más de cien días consecutivos de cortes,  ante la incomprensible dejación de funciones del Ayuntamiento y de  la Generalitat.

Los secesionistas dirán que tienen que recurrir a esa retórica (y a la unilateralidad) porque el Estado no les deja otra alternativa, mentira. Pueden explicar libremente su baladroneado proyecto de independencia  --como hacen los escoceses--. Si tan fabuloso fuera, se impondría por sí solo.

Pero no, de la independencia hablan como reclamo para incautos, sin explicarla, porque no se explica por innecesaria e imposible. Pretenden nada menos que imponer lo absurdo y nebuloso --la independencia-- a lo real y cierto --el autogobierno efectivo.

La épica de la inocencia conmueve y moviliza. Los hechos delictivos probados son abrumadores, pero no importa puesto que sus autores son “inocentes”. Si no se rompe esa lógica perversa no habrá ningún avance hacia la superación del conflicto (que han provocado los secesionistas), ya que es conflictivo “condenar a inocentes”; inocentes que, condenados, gozarán, según se aprecian a sí mismos, de una inmarcesible superioridad moral.

Los dirigentes secesionistas tuvieron un juicio con todas las garantías de la ley y fueron condenados por hechos materiales, que  ellos siguen enalteciendo (“lo volveremos a hacer”),  pero quedó fuera de la causa todo el inmenso daño moral que su actuación provocó (y sigue provocando). Respecto a ese daño también se declaran inocentes, por la vía de negarlo de raíz: la sociedad no está fracturada --dicen--,  que equivale a “nosotros no hemos fracturado la sociedad”.

Mientras de una forma u otra no descabalguen de la inocencia y de la superioridad moral no habrá reconciliación. No la puede haber entre “inocentes” y “represores”. No podrán salir del conflicto y entrar en la normalidad democrática e institucional quienes, después de lo que han hecho, pretenden continuar como víctimas de una injusticia que les sube al podio de la  superioridad moral.