“Al que se le mete una idea en la cabeza se vuelve loco. Las ideas no deben meterse en la cabeza, sino salir de ella. Salir corriendo, fugitivas. La cabeza no es una madriguera”, escribió José Bergamín. El independentismo es una de esas “ideas liebres” que primero ha anidado en la cabeza de unos cuantos, hasta volverse locos, y después ha salido de sus privilegiados cráneos para recalar --según los resultados del 10-N-- en los de millón y medio de catalanistas, seiscientos mil vasquistas y cien mil galleguistas.

Como idea liebre que fue, el independentismo se ha desparramado hasta inundarlo todo: “El que da vueltas a una idea en su cabeza, no se rompe más que su cabeza queriéndola encontrar. Pero el que dispara su idea, sin darle vueltas, rectamente, como un torpedo, rompe las cabezas de los demás”, insistió Bergamín. Sonaba a chiste cuando Junqueras disparó que no era nacionalista sino independentista; pero no, estaba en lo cierto, ahora lo repiten hasta el aburrimiento sus hechuras y demás políticos criados.

La idea ha corrido tanto que ha contagiado a diestro y siniestro a todos los nacionalismos hispanos, periféricos o centrales. Y hete aquí que ya tenemos un independentismo español, sí, sí, tan español, español, que quiere independizarse de la Unión Europea. Se trata del casposo y delirante “no nos quieren” que entona Abascal y que han respaldado los tres millones y medio de sus votantes.

Quizás muchos de esos ciudadanos no sean necesariamente ni de ultraderecha ni de derecha extrema, y si lo son no más que los de ERC, CUP, EH Bildu, PNV, BNG o JxCAt. Todos --unos y otros, otras y unas--, conforman un magma potencial de electores que anteponen el tribalismo a los principios fundamentales de las democracias representativa actuales: libertad e igualdad.

Claro está, siempre hay matices, algunos indepes son algo socialdemócratas, otros conservadores, o algo comunistas o muy reaccionarios. Pero, cuando tienen que optar, olvidan esos matices y anteponen el sueño de una Nación soberana, por eso ya no son nacionalistas sino independentistas.

La meta de estos partidos tribales es separar su Nación de aquel Estado o entidad que afirman le resta soberanía, llámese Unión Europea o España, tanto da. Su principal argumento es el imperativo categórico y esencialista de la entrepierna, y su táctica es la de dialogar hasta adormecer al contrario para, de entrada, robarle la cartera, a eso le llaman pacto. Así, hay independentistas españoles que son hispanófobos, y no es una contradicción, acaso un pensamiento despeinado: definición y fin tienen la misma raíz. Y hay independentistas españoles que son soberanistas, es decir, exigen recuperar competencias cedidas a la Unión para cumplir su sueño finalista: salir de ella.

Decía Stanislaw Jwerzy Lec que “una nación puede tener un alma, un corazón, una única cabeza que se exponga; pero ay de ella si tiene sólo un cerebro”. Seamos optimistas, los independentismos españoles todavía no tienen un solo cerebro, y esperemos que nunca lo consigan. Mientras, al ciudadano libre aún de contagio, sea de izquierdas o de derechas, le queda soportar como pueda a la Hidra nacionalista mutada en independentista, esa serpiente con aliento venenoso y numerosas cabezas.

Y hasta que no llegue un Hércules y un fiel Yolao, y corten todas esas cabezas y cautericen sus cuellos para que no renazcan otras, habrá que coexistir con el monstruo y sus identitarias ideas que un día fueron liebres. Y desde luego el camino para solucionar los conflictos generados por estas ideas y prácticas políticas no es la prohibición de los partidos nacionalistas ni la despenalización de sus delitos, sino la educación en valores y no en dogmas, ¿les suena?