Lo anunció Torra en su mensaje televisado de fin de año y lo ha ratificado el brazo civil del separatismo: el objetivo ahora es usar el enjuiciamiento ante el Tribunal Supremo de los dirigentes separatistas como escaparate internacional de su denuncia de un supuesto "juicio político", anunciando al efecto concentraciones en varias capitales europeas donde “denunciarán ante Europa que en el Estado se hacen juicios políticos por tribunales políticos con una finalidad represiva".

Es en ese contexto donde el Tribunal Supremo, el pasado 27 de diciembre, difirió a un momento ulterior su respuesta a la nueva pretensión de los procesados de declarar en catalán en el juicio valiéndose de traducción simultánea, haciendo abstracción así de la literalidad de la Ley Orgánica del Poder Judicial. La ley en este punto es meridianamente clara: en todas las actuaciones judiciales, los jueces, magistrados, fiscales, secretarios y demás funcionarios usarán el castellano, como lengua oficial del Estado que existe el deber constitucional de conocer. Como excepción a esta regla cabe que tanto las autoridades como por las partes, los testigos y peritos usen la lengua oficial de una comunidad autónoma cuando las actuaciones judiciales tengan lugar en su territorio.

Así las cosas, autorizar ahora en un juicio a celebrar en Madrid las declaraciones en catalán de quienes es notoriamente conocido que se expresan en castellano, y han venido declarando en dicha lengua durante toda la fase de instrucción sin queja de indefensión, no puede dar lugar más que a innecesarias dilaciones y disfunciones procesales. Porque si ello presumiblemente no supondrá ningún problema para las defensas, tal peculiaridad lingüística impedirá seguro a las acusaciones --y aún a la propia Sala-- su fluida y natural intervención y repregunta en los interrogatorios de los procesados. En unos hechos en los que el simbolismo, las apariencias, los equívocos y aún el funambulismo lingüístico han jugado un papel fundamental, es claro que tendrán que pedirse multitud de aclaraciones para la precisión y fijación cierta de los hechos, con lo que el gratuito empleo de una lengua que no es la común traerá consigo el perjuicio e indefensión de las acusaciones, y aun de los propios procesados, quienes se supone tratarán de sostener su inocencia en una lengua que no es la del Tribunal que les juzga y en la que se dictará la sentencia.

Siendo no pocos los inconvenientes procesales, a nadie se escapa que una eventual autorización para declarar en catalán no estaría facilitando el derecho de defensa de los procesados, sino dando cauce a la instrumentalización política del proceso para que éstos, con sus supporters políticos, puedan aparentar internacionalmente, en su habitual estrategia de la confusión, que han sido anómalamente incriminados por un país ajeno, por hechos ocurridos fuera de su territorio y enjuiciados ante un Tribunal que les es extraño. Es exactamente la misma trampa, y con el mismo objetivo, que tenía la mise en scène a modo de "cumbre" que le prepararon a Sánchez en Barcelona el 21-D: aparentar en el exterior la existencia de dos Estados-nación distintos que malconviven dentro de España.

Además, con esa eventual concesión desdeñando la ley, el Tribunal avalaría el nefasto mensaje de que no hay en España, y especialmente en Cataluña, una koiné o lengua común, cuando se trata realmente de procesados que emplean el castellano con naturalidad, regularidad y cotidianidad en su día a día como, por otra parte, hace la aplastante mayoría de los catalanes fuera de cuatro comarcas rurales. ¿O acaso cuando estos procesados coordinan sus estrategias políticas con Bildu, Pablo Iglesias o Urkullu usan un traductor simultáneo? Pues si les basta el castellano como lengua común para entenderse en la política -que es su oficio- y de "político" califican el proceso, no se entiende por qué habría el Tribunal Supremo de enjuiciarlos en otra lengua.

Tras la lamentable respuesta de sus homólogos europeos a sus peticiones de detención y entrega, el Tribunal Supremo, de hacer esta concesión, parecería no haber entendido que la mitad de lo que el golpe es, y del problema que para España supone, radica en la errónea percepción en el exterior de los delitos que se dispone a enjuiciar.