Ser juez tiene una gran ventaja: te hace irresponsable. En el sentido literal del término: permite no tener que responder ante nadie de las decisiones, aunque sean claramente erróneas. En el peor de los casos, un tribunal superior corrige la sentencia, pero al magistrado que erró no le pasa nada de nada. Y es que resulta muy difícil probar que el juez se haya equivocado adrede porque era amigo del procesado o había sido comprado.

Margarita Mariscal de Gante, que fue nombrada ministra por Aznar, juzgó a Ana Botella. Y falló a su favor, claro. Pero ¿alguien puede pensar que la relación entre la juez y el marido de la procesada influyó en algo? Puede pensarlo, pero no puede probarlo.

Carlos Lesmes, actual presidente caducado del Consejo General del Poder Judicial (cuya siglas son CGPJ, pero podrían bien ser CGPPJ), se mostró partidario del indulto a un kamikaze cuya conducción había producido una muerte. Sobre la base del informe, el entonces ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, perdonó al condenado. Seguro que no tuvo nada que ver que en el bufete que defendía al indultado trabajara un hijo del ministro. Ni tampoco hay relación alguna entre estos hechos y que luego Lesmes fuera promocionado por el PP.

Enrique López, actual consejero de Justicia en la Comunidad de Madrid, tuvo que ser obligado a apartarse de varios casos en los que estaba inculpado el PP, que lo había defendido y promovido por activa y por pasiva, incluso después de que fuera detenido por conducir borracho. Una conducta ejemplar, donde las haya.

Concepción Espejel, Concha para su amiga Dolores de Cospedal, que auspició su carrera, intentó figurar en los tribunales de varios juicios contra el PP y tuvo que ser apartada contra su voluntad que, seguramente, sólo respondía a hambre y sed de justicia.

Y, a pesar de todo, a los jueces no se les puede meter mano. Son el sector más derechizado de España (el líder andaluz de Vox es un juez, Francisco Serrano, acusado de homofobia y apartado de la carrera por prevaricación). Con la transición y de la mano de Narcís Serra, el Ejército fue mirado con lupa y se procedió a convertir a los futuros mandos a los valores democráticos. No se hizo con los jueces.

Se llega a juez por oposición, pero se asciende en el escalafón por decisión del Consejo, controlado por el PP desde la época de Aznar y Trillo, cuando los conservadores tuvieron una mayoría suficiente para imponer sus candidatos. A partir de ahí, las renovaciones han sido muy difíciles, cuando no imposibles. No importa que el PP esté en minoría; como no puede haber renovación sin mayoría cualificada, el PP prolonga la presencia de sus candidatos en el cargo. Sus plazos ya han expirado (el actual consejo terminó su mandato en 2018) pero se perpetúan gracias a sus valedores que se niegan a pactar nada que sea simplemente medio imparcial.

Gracias al control sobre la judicatura, al PP le salen baratos los juicios por corrupción.

La cosa es tan escandalosa que los jueces son capaces de sostener algo y lo contrario sin que pase nada. Por ejemplo: en la valoración de Dolores Delgado como candidata a Fiscal General, siete jueces han afirmado que no reúne los requisitos legales y otros doce han dicho que sí. Es evidente que alguien no dice la verdad. No importa: tienen bula para eso y para más.

El PP, en minoría en el Congreso y el Senado, va a utilizar a sus jueces en el Consejo para hacer la oposición que el partido no puede hacer porque los ciudadanos no le han dado los votos suficientes. Por eso se niegan a renovar la justicia. Es cierto que Pedro Sánchez se lo ha servido en bandeja, porque la exministra cumple los requisitos, pero su nombramiento es más bien feo. Pero se explica porque el PP ha decidido abrir la guerra judicial (y todas las que pueda). Sánchez podría haber llamado a Pablo Casado y ofrecerle pactar el nombramiento del Fiscal General. Le hubiera dicho que no, como a todo lo demás, y la negativa le hubiera dejado las manos libres. No hacerlo ha sido un error táctico. O tal vez no, tal vez lo que el Gobierno ha querido mostrar es que no se arruga ante las bravatas de los populares o de sus delegados en el poder judicial. Porque ya se sabe que los jueces, por ley, no pueden militar en ningún partido. Si pudieran, por defecto, lo harían en el PP (las excepciones confirmarían la regla).