¿Hay clamor para que la administración de justicia llegue a suponer un verdadero poder judicial; esto es, que la justicia no esté controlada por los políticos, sino por probos y competentes profesionales? Parece que sí, pero es obvio que no resulta suficiente para lograrlo. Teniendo ahora a Trump en la presidencia de Estados Unidos, no está de más recordar que el presidente Truman confesó con franqueza su impotencia para controlar el poder judicial: "Maniatar al Tribunal Supremo es sencillamente imposible. Lo he intentado y no funciona”. Ojalá que lo sigan pudiendo decir allá y lo podamos decir nosotros aquí, algún día de estos. Pero todo apunta a que la independencia judicial en nuestro país ha empeorado. Si bien el último informe GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción) del Consejo de Europa alaba la actuación de la fiscalía española en la persecución de la corrupción política, pide que España reconsidere el método de selección y el tiempo de permanencia en el cargo de los miembros de la Fiscalía General del Estado y que haya una mayor autonomía en la gestión de los medios al servicio de la fiscalía.

Una buena cirugía estética sería el azar, esto es elegir los puestos del CGPJ por sorteo entre quienes lleven 25 años de ejercicio de la profesión de magistrado o fiscal. Estarían libres de compromiso con los dedos que hoy los designa

Francisco Sosa Wagner, catedrático de Derecho Administrativo y antiguo eurodiputado, ha escrito La independencia del juez: ¿una fábula? (La Esfera), un relato que no está dirigido a los especialistas sino que es "apto para todos los públicos". Va dedicado "a los miles de jueces y fiscales españoles que en medio de un gran trajín diario se ven obligados a soportar el debate sobre la independencia judicial". Cuenta que en la inmensa mayoría de casos, los fiscales actúan sin intromisiones significativas de sus jefes, pero pueden ser separados de un asunto y sustituidos. Hay cargos judiciales decisivos a los que sólo se accede por los cálculos del poder ejecutivo y legislativo. Ni qué decir tiene que esto pone en grave peligro la salud del sistema democrático y facilita las diversas demagogias populistas. En especial, Sosa escribe esta propuesta: "No estaría de más sacar el Tribunal Constitucional de Madrid, porque redundaría en beneficio de su trabajo contar con juristas que están dispuestos a trabajar en las quietudes de una ciudad modesta española, a ser posible una ciudad machadiana. Esta solución suprimiría de la lista de candidatos a un montón de juristas que no quieran abandonar la capital y colocaría por el contrario en línea de salida a jueces y catedráticos que estén preparados para ejercer su oficio en una ciudad donde el tiempo se multiplica y el aire está menos inficionado", libres de la cercanía de la clase política.

El propio Sosa Wagner destaca que entre los años 1950 y 2000, dos de cada tres de los jueces alemanes tenían un carnet de partido político. Y afirma sin paliativos que la pretensión de que un juez carezca de afectos y desafectos, de ideas políticas y de convicciones personales "es una tarea tan inútil como querer despojarlo de riñón, de aurícula cardíaca o de articulaciones". Otra cosa es que ejerza su servicio público con honradez y competencia. Quienes ingresan en la carrera judicial van ascendiendo conforme a criterios y concursos reglados, pero el principio de mérito y capacidad se destierra cuando se trata de los puestos superiores. El profesor Sosa Wagner sugiere que si se quiere mantener el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), cuya labor principal es nombrar jueces para la cúpula de la magistratura y para inspeccionar y sancionar a quienes cometan faltas tipificadas en las leyes, una buena cirugía estética sería el azar, esto es elegir sus puestos por sorteo entre quienes lleven 25 años de ejercicio de la profesión de magistrado o fiscal. Estarían libres de compromiso con los dedos que hoy los designan. No habría que cambiar en este punto la Constitución, sólo unos reglamentos. Ahí queda dicho.