Tras 90 días de desconfianzas y tacticismos, al final ERC y Junts se han puesto de acuerdo en evitar el peor escenario: la repetición electoral. El peor para ambos, claro está, porque el enfado entre sus votantes habría podido deparar alguna sorpresa y, aunque las encuestas de estos días indicaban que ni así se hubiera desarbolado la mayoría independentista, el pacto a posteriori entre ambas fuerzas ya no habría sido posible. Inevitablemente hubiéramos entrado entonces en un tiempo nuevo, sin procés, real o imaginario. Y eso ni Junts ni tampoco ERC se lo podían permitir. Los neoconvergentes porque se arriesgaban a quedarse fuera del poder autonómico, que aunque lo denigren y maltraten, les procura excelentes rendimientos, en cargos, sueldos, subvenciones y decidiendo el destino de miles de millones. Por su parte, los republicanos se arriesgaban no solo a tener que compartir el poder con el denostado PSC, sino incluso a perder la presidencia de la Generalitat si Salvador Illa hubiera vuelto a ganar y la única alternativa al reiterado fracaso independentista fuera un Govern de izquierdas. Por tanto, Junts y ERC se tenían agarrados mutuamente por donde más duele y el jueguecito ha durado hasta que le han visto las orejas al lobo del adelanto electoral.

Quien sale peor parado en la negociación en cuanto a su imagen como líder es Pere Aragonès. Sus amenazas se han visto enseguida que eran faroles, y su escasa autoridad ha caído por los suelos. Lo de gobernar en solitario solo se lo creyeron los Comunes, que han hecho el triste papel de pagafantas de ERC. No han sido las mejores semanas para Jéssica Albiach, que se ha situado en una posición subalterna que poco o mucho le pasará factura. También la CUP ha demostrado de nuevo que ha nacido solo para ser la guardiana de la unidad independentista, aunque eso signifique ceder a los intereses neoconvergentes y comerse con patatas sus proclamas izquierdistas. El acuerdo que prevalecerá en muchas materias conflictivas será el firmado entre Junts y ERC, en detrimento del que los republicanos firmaron con los antisistema al principio de todo.

La realidad material del pacto es la formación de un nuevo Govern de independentistas, pero carente de estrategia secesionista. Lo del “embate democrático” no pasará del intento de dar alguna patada al Estado en la espinilla y a la propaganda servida en TV3 como droga dura para que su parroquia no se deprima en los próximos dos años. Nada más. En la “nueva Generalitat republicana”, que se parecerá como una gota de agua a la anterior, las áreas claves del presupuesto (economía, sanidad, agenda urbana e infraestructuras) se las queda Junts, como también exteriores y políticas digitales que interesan especialmente al fugado de Waterloo y al consell de la república. Es cierto que Aragonès no será tutelado por Carles Puigdemont y que, a diferencia de Quim Torra, no será un president vicario. Solo tendrá que rendir cuentas a Oriol Junqueras, por lo menos hasta que no se emancipe. Pero estará bajo la atenta mirada de Elsa Artadi como nueva vicepresidenta, que no solo es una mujer moderada y discreta y, por tanto, del agrado de ERC para copilotar desde la lealtad el día a día del Govern, sino también de la máxima confianza del expresident. Tras la probable inhabilitación de Borràs, puede convertirse en el referente político de Junts, con un perfil que enlaza mejor con la antigua CDC y, por tanto, también útil para que el PDECat vuelva al redil.

No hay duda de que si el acuerdo ha tardado 90 días es porque ERC no quería ceder tanto poder a sus socios y porque los neoconvergentes se resistían por razones internas a pactar con la realidad, es decir, a aceptar que no hay a medio plazo ninguna opción para la unilateralidad ni tan siquiera para la desobediencia. El resultado del pacto es que por primera vez un político republicano presidirá la Generalitat, pero que en los aspectos esenciales seguirá mandando la sombra alargada de CDC. Ayer mismo Gabriel Rufián descubría que “Junts no es tan de derechas como se dice”. Así pues, todo en orden.