A punto de cumplirse cuatro años de su autoinculpación como mal ciudadano por haber mantenido unos dineros fuera del alcance de Hacienda, al otro día reapareció Jordi Pujol para alertar del peligro de que el viento del desierto borre las huellas de su obra de gobierno, se entiende la Cataluña autonómica.

Pujol se apoya ahora en un bastón de veterano y no luce en la solapa el lazo amarillo de quienes creen que el encarcelamiento de dirigentes políticos es una injusticia. Una de dos, o no cree que se trate de presos políticos o no le conviene desafiar a la justicia dada su condición de cabeza de familia bajo vigilancia judicial. Él estuvo en la cárcel, previo paso por la comisaria de Creix, por escribir una octavilla presentando al general Franco como un dictador, cuando éste se disponía a visitar Barcelona en olor de multitudes. Algo sabe de persecución política, como tantos otros militantes de la lucha clandestina que niegan cualquier comparación entre la barbaridad franquista y la intolerancia democrática de estos tiempos.

Pero el expresidente no ha vuelto para hablar de esto, acudió a su homenaje para defender los 23 años en el Palau de la Generalitat después de un silencio vergonzoso en el que habrá vivido más de un ninguneo personal. “Hemos dejado huellas muy buenas para Cataluña, pero alguna no ha sido adecuada”, eso dijo. Viene a pedir el derecho a ser juzgado por el tribunal de la historia en dos juicios separados, evitando la contaminación de su obra de gobierno por culpa de sus auto confesados delitos fiscales. Y no parece descabellado, incluso para quienes no compartimos el pujolismo, ni por activa ni por pasiva.

Lo que no está tan claro es que el resto de sus huellas sean todas maravillosas o dignas de conservar. Pujol practicó a conciencia la conllevancia de Ortega y Gasset, aquel estado de ánimo contemporizador que le permitía obtener algunos réditos políticos a corto plazo a cambio de no afrontar el problema de fondo, asumiendo el riesgo de que el paso del tiempo fuera agravándolo hasta explotar. Entre el fuero y el huevo, Pujol eligió el huevo, sabiendo que el fuero nunca desaparecería y que la conllevancia solo puede desembocar, a medio y largo plazo, en la frustración de las dos partes embaucadas.

Pujol quiere una medalla por haberse comido el huevo ofrecido por Madrid, mientras tejía la división interna de Cataluña entre buenos y malos catalanes, habiéndose situado en aquellos días el fiel de la balanza en la adhesión acrítica al pujolismo. En Madrid creyeron (o lo hicieron ver) que el huevo era la solución, por eso cuando se les reclamó el fuero en el segundo Estatut se rasgaron las vestiduras, enloquecieron políticamente y se negaron a ver que aquella versión de la aceptación nacional de Cataluña que se les proponía era lo más favorable que podían esperar de la parte del país agotada de tanto peix al cove. No lo quisieron entender porque les exigía reconocer la España plural y el resultado es conocido.

El viento en el desierto que anuncia la meteorología política se levantó hace tiempo, en la cueva del engaño mutuo, agitado entre sonrisas y pactos en el Majestic que llegaron a confundir a sus protagonistas. Pensaron que con dinero se borraban otras pisadas que marcaban caminos opuestos, el de las aspiraciones nacionales de unos y el de la recentralización a ultranza de los otros. La instituciones catalanas soportarán muy probablemente la llegada del temporal porque han sufrido otros embates muchos peores a la tormenta perfecta creada por nuestros aspirantes a Eolo, los señores Rajoy y Puigdemont. La sorpresa de Pujol debe limitarse al hecho de que quienes aplauden la jugada son los que le elogiaban su genialidad como pescador.