Nunca en democracia un asesor político ha llegado tan lejos, hasta el punto de convertirse en el hombre más poderoso del Gobierno: vicepresidente de los vicepresidentes. Con un férreo control de la puerta del despacho de Pedro Sánchez, toda decisión gubernamental de calado ha de pasar primero por el gabinete de Iván Redondo. El exalcalde Francisco Vázquez lo ha calificado de mercenario al servicio del mejor postor. Otros afirman que ante todo es un experto en fabricar candidatos maleables y sin una ideología clara. De ser así, el éxito de esa operación electoral parece radicar en que el jefe acabe al servicio del asesor y no al revés.

Es tal su capacidad de coordinación que Iván Redondo bien parece un valido, una versión actualizada de aquellos ministros omnipotentes que tanto contribuyeron a la transformación social del poder de los grandes Estados en la Europa del siglo XVII. El papel del valido no se limitaba a una función intermediaria y secretarial entre los ministros o consejeros y el rey, también controlaba la información y la gestión de las tareas de gobierno. Pero a diferencia de otros cargos e instituciones, el valido y el valimiento no estaban gobernados por normas, su principio rector era la razón de Estado.

Así, la pasión de mandar del conde duque de Olivares ha mutado en la pasión demoscópica de Redondo por influir y reconducir la opinión pública. Aunque, según él, el mensaje ya está en la opinión, es cuestión de localizarlo y relanzarlo. Todo apunta que la pomposa, nutrida y onerosa Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia de País a Largo Plazo, montada por el nuevo valido en Moncloa, sea en realidad un laboratorio de tácticas cortoplacistas, desde dónde se preparan propuestas que no son realizables pero que generan ilusión al común de la ciudadanía. El hombre globo es un maestro en rentabilizar la decepción ante la imposibilidad de aplicar esas medidas, sea por la torpe oposición de los adversarios o por la irrupción de inesperadas crisis. Es el archiconocido “Sánchez quería, pero no lo dejaron”.

Como sucediera con Godoy, el valido de Carlos IV que abrió la puerta para finiquitar el Antiguo Régimen, Redondo es también un caso muy llamativo por su fulgurante ascenso y por haber liquidado la tradición de las camarillas. Si Godoy no pertenecía a ninguno de los dos grupos más influyentes entre 1759 y 1788 --manteístas o aristócratas del partido aragonés-- tampoco Redondo es pilarista, ni susanista, si acaso artífice del sanchismo. Desde dentro del PSOE, muchas son ya las voces que admiten que las costuras del partido han reventado. Esta implosión se le ha atribuido al audaz Sánchez, pero todo apunta que ha sido obra del demoscópico Redondo, para quien el PSOE ha de ser ante todo una marca electoral, no una vasta red clientelar a la que alimentar.

Se comprende que, como sucediera con Godoy a quien odiaron tanto conservadores como liberales, Redondo genere también mucho odio y no menos envidia entre todos, incluido sus socios del gobierno que, como ingenuas ranas, le han ayudado a cruzar el río. La picadura del escorpión, en este caso ya en la otra orilla, parece inminente. Pero la duda es si el niño prodigio de la fontanería política española es como Godoy: “el hombre sin miedo en un mundo de miedos” (García Cárcel). En los próximos meses tendremos la respuesta.

La historia nunca se repite, pero hay algunas cuestiones recurrentes que ya trataron los escritores políticos y sobre las que nunca hubo ni habrá consenso: ¿cuáles deben ser los límites y frenos del valimiento? Como Saavedra Fajardo, Santamaría o tantos otros, Quevedo tampoco aceptó de buen grado al valido porque consideraba que debía ceñirse a aconsejar y a servir al rey, pero nunca intentar gobernarlo ni usurpar su trabajo: “el Ministro que guarda el sueño del rey, le entierra, no le sirve; le infama, no le descansa”. Y concluía con una advertencia que Sánchez no debería haber olvidado: “Rey que duerme, gobierna entre sueños; y, cuando mejor le va, sueña que gobierna”.