Soy una persona bastante obsesiva y cuando doy con un escritor o escritora que despierta mi interés, suelo comprarme todos sus libros y perder horas y horas en Internet investigando sobre su vida. 

Este año, por ejemplo, me he obsesionado con Isaac Bashevis Singer, premio Nobel de Literatura en 1978, de quién no había oído nunca hablar hasta que un amigo me llevó a la Filmoteca a ver un documental sobre su figura: Las Musas de Isaac. El film, proyectado durante el Festival de Cine Judío de Barcelona, exploraba la curiosa relación entre Singer y sus traductoras del Yiddish, su idioma materno, que empleó para escribir la mayoría de sus obras, a pesar de hablar un inglés fluido. Singer nació en 1907 en un barrio de judíos jasídicos de Varsovia y vivió allí hasta 1935, cuatro años antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, antes de emigrar a Nueva York.

El documental presenta a Singer como un hombre inteligente, algo mujeriego (tuvo affaires con varias de sus traductoras), con un sentido del humor muy fino, así que poco después de salir del cine ya me había comprado Sombras sobre el Hudson, una de sus novelas más conocidas, en la que retrata las vidas de un grupo de judíos polacos huidos del nazismo en Nueva York. Los diálogos son de morirse de risa. Ahora mismo me estoy leyendo La familia Muskat y es un poco más de lo mismo: diálogos inteligentes y divertidos, aunque esta vez los protagonistas son judíos ortodoxos en la Varsovia de principios de siglo.

Buscando en Internet también di con su discurso de entrega del Nobel, que es brillante: “(...)A pesar de que he aprendido a reconocer las mentiras, los lugares comunes y las idolatrías de la mente humana, sigo aferrándome a algunas verdades que creo que llegaremos a aceptar algún día. Ha de existir un camino para que el hombre pueda disfrutar de todos los posibles placeres, de todas las posibilidades y todo el conocimiento que la naturaleza pone a su disposición, y seguir sirviendo a Dios: un Dios que habla con hechos, no con palabras, y cuyo vocabulario es el cosmos” ...

Después tropecé con un relato corto que escribió para la revista The New Yorker en 1974. En el texto, titulado La fiesta de fin de año, el autor imagina que es invitado por un grupo de admiradoras suyas a una cena de fin de año en un barrio pijo del Bronx. La cena tiene lugar en casa de Boris, un multimillonario judío-polaco que en realidad es uno de los protagonistas de Sobras sobre el Hudson, y acaba como el rosario de la aurora cuando empiezan a pelearse todos contra todos. “Si quieres suicidarte, abre la ventana y salta, como hicieron todos esos mamones durante el Crash (del 29). ¿Para qué vas a arruinar el Cadillac?”, le espeta el mayordomo a Boris, cuando éste, borracho como una cuba, amenaza con coger el coche y largarse. Humor no falta.

Investigando sobre Singer también descubrí la obra de su hermano mayor, Israel Yehoshua Singer, a quien Isaac Singer dedica La familia Moskat: “Para mí no fue solo el hermano mayor, sino también un padre y maestro espiritual. Siempre lo admiré como modelo de intachable moralidad y honradez literaria”, puede leerse en la dedicatoria de la primera página.

Tengo que decir que después de leerme dos novelas de cada hermano (de I.Y. Singer he leído La Familia Karnovsky y Los hermanos Ashkenazi), casi que me quedo con el mayor. Su humor quizás no es tan agudo, pero los personajes que aparecen en sus libros tienen una profundidad y una fuerza increíble, además de servirnos para entender la forma de pensar de la comunidad judía ortodoxa del Este de Europa a lo largo de todo un siglo. 

Este fin de año me hubiera gustado visitar a mi abuelo y hablar con él de mis lecturas más recientes, como solíamos hacer cuando aun vivía. El último fin de año que pasamos juntos fue el de 2016. Pasamos una tarde mano a mano en el salón de su piso de Barcelona, rodeados de cuadros y libros antiguos, y hablamos de las Memorias de Josep M. De Sagarra, que justo había terminado de leer. Mi abuelo tenía 98 años, acababa de pasar por una neumonía y estaba un poco decaído. Para animarlo, le dije que tenía suerte de haber llegado hasta los 98 rodeado de tanta gente que lo quería. “Visto así, igual tienes razón”, dijo, con los ojos brillantes. Tenía una mirada despierta y curiosa, como la de un joven. Hacia las ocho de la tarde hicimos una pausa para que cenase un poco de sopa y un yogur, y luego seguimos hablando hasta casi las diez. Lo dejé en su butaca, con su rebeca de lana y su partida de solitario en el ordenador, para irme a cenar con una pareja de amigos que acababan de ser padres. Les traje una botella de champagne para brindar por la llegada de 2017, sin imaginar que un mes más tarde mi abuelo fallecería. Todavía le echo de menos.

¡Feliz año!