Ahora que se acercan las Navidades, son días tradicionales de “poner el árbol” y montar, según los hábitos y costumbres, el nacimiento, el pesebre o el belén. La RAE admite este último vocablo, no solo como representación en miniatura del nacimiento de Jesucristo, sino también como un sitio en el que reina la confusión y el desorden. La acepción no deja de tener su simbolismo. El Ayuntamiento de Barcelona ha montado un belén frente a sus puertas, en la plaza Sant Jaume, que parece una clara alegoría del sidral que vivimos, en Cataluña por unas razones y en el resto de España por las mismas y algunas otras razones. Es posible que a muchos ciudadanos les parezca una obra de arte, aunque no conozco a ninguno. Tal vez ocurra que algunos seamos unos absolutos patanes, incapaces de disponer de una sensibilidad artística que nos ha dejado anclados en las cuevas de Altamira y a gran distancia de los responsables de la corporación local. ¡Qué le vamos a hacer!

Personalmente, al margen del coste y si se tiene en cuenta que el valor de las obras de arte es bastante aleatorio y subjetivo, me parece un auténtico bodrio. Aunque hemos de admitir que para gustos se hicieron los colores y que el debate entre forma y fondo, continente y contenido es ya muy antiguo, viene de lejos y sigue vivo. En cualquier caso, lo peor es el mal gusto. Llevar a los niños, grandes protagonistas de las fiestas que se avecinan, a ver el pesebre apenas servirá para explicarles que no deben tener su habitación como una leonera, con un revoltijo de cosas, y educarles en la importancia de poner orden.

Lo que queda como imagen icónica de este belén municipal es una representación de algo que parece haberse puesto de moda en tierras catalanas: gobernar solo para los propios, sean estos muchos o pocos. La política se parece cada vez más al futbol: las decisiones judiciales solo se respetan cuando son favorables, como los penaltis, y lo malo es que en política no hay VAR, sobran hooligans y hay mucho aficionado. Trabajar en equipo, unidos por objetivos comunes y en aras del interés general, no está de moda. Lo fundamental es el belén, el enredo y el galimatías. Y parece que la cosa va para rato, porque seguimos instalados en un estado general de ignorancia de lo que se cuece de algo trascendental como es, por ejemplo, la formación de un gobierno. Sabemos del continente de la negociación: una mesa, pero nada conocemos del contenido de lo que se habla: el programa. Prima más el con quién que el para qué.

Hoy se inaugura la Cumbre del Clima COP25 que seguramente contribuirá a cubrir con un manto de discreción esas negociaciones para formar lo que Pedro Sánchez definió como “un gobierno rotundamente progresista”, es decir, el suyo. El silencio y la falta de transparencia tal vez contribuyan a que salga algo en claro, que falta nos hace. Mañana se constituyen las dos cámaras de la que será decimocuarta legislatura de la democracia. Tampoco está mal: 14 en 42 años, a tres años justos por legislatura: esperemos que no baje la media. La composición de la Mesa del Congreso, sobre todo, puede arrojar algún indicio de por dónde van los tiros y del tono de las conversaciones.

De momento, el partido del gobierno en funciones parece agarrado con fuerza al clavo ardiendo del llamado pragmatismo de ERC. Jacques Derrida, tan poco devoto de la norma, sostenía que “pesan más las palabras que las piedras”. Al menos, han dejado de volar los adoquines en las calles de Barcelona y parecen hacerse hueco las palabras. Tsunami Democràtic se mantiene en un llamativo silencio, que coincide casualmente con el inicio de negociaciones entre ERC y PSOE. Bienvenidas sean ambas cosas si acaban sirviendo para poner un poco de orden. Pero tampoco nos hagamos muchas ilusiones: el Tribunal de Justicia de la UE decidirá el día 19 sobre la inmunidad de Oriol Junqueras y ERC no tiene prisa. Mientras, Carles Puigdemont guarda un relativo silencio, lo cual no quiere decir que se esté quieto. A no descartar que, si hay acuerdo entre socialistas y republicanos, empiece el guirigay de las negociaciones de Gobierno a Gobierno: entre Cataluña y España. Y vuelta a empezar.

Mejor será no echar las campanas al vuelo. El último manifiesto de los CDR planteaba cinco exigencias: amnistía para los políticos presos, retirada de la Policía Nacional y Guardia Civil en Catalunya, derogar la Ley Mordaza, cese del consejero Miquel Buch y hacer efectiva la declaración de independencia que se produjo tras el referéndum del 1 de octubre. El vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonés (ERC), insistía hace días en que hay que “apretar”, sin precisar a quienes se refería. Para colmo, el presidente, Quim Torra, impulsor en su día de la idea de “apretar” dirigida a los CDR, llamaba a polarizar aún más la sociedad catalana e instaba al independentismo a “asumir altos niveles de sacrificio hasta llegar al martirio”. Hacía suyas las tesis de un iluminado, Paul Engler, que se define cristiano contemplativo y místico, en cuya tarjeta de visita debe constar “especialista en desobediencia civil”, para quien “morir como un mártir es inherente a los movimientos ganadores”. Como los antiguos cristianos de la Roma imperial en quienes se inspira. Además de un belén, tenemos un circo.