La lista es larga y plúmbea, como sus actos: multitudes festivas en la calle, propaganda inmisericorde por todos los medios, asambleas, entidades y asociaciones volcadas en la agitación, exhibición frenética de la bandera de la estrella, insultos a los símbolos e instituciones del Estado, declaraciones solemnes en el Parlament, leyes fundamentales preparadas con arte de trilero, desobediencias programadas, deslealtades múltiples, hojas de ruta definitivas al poco modificadas, rectas finales hasta la siguiente curva, días históricos en abundancia, plazos improrrogables pronto superados, promesa de los dones del paraíso en la tierra de Cataluña, infraestructuras de Estado de cartón piedra, elecciones plebiscitarias, referéndums fantasma, revolución de las sonrisas, escenificaciones teatrales, misivas presidenciales a diestro y siniestro, conferencias rimbombantes, declaraciones engoladas. La lista  admite ampliaciones, por ejemplo: manipulaciones y tergiversaciones descaradas de la historia, de la democracia, del derecho, del lenguaje, del mundo real..., astucias de chalán, mendacidad compulsiva, ocultación de mala fe de las consecuencias negativas de una secesión...

Lo han intentado todo para materializar el absurdo proyecto de pretender la secesión de Cataluña de un Estado de la Unión Europea con el beneplácito de la propia Unión, el reconocimiento de la comunidad internacional y, encima, quedándose como Estado miembro de la Unión. De no ser cosa tan grave e irresponsable parecería cosa de locos. 

Habrán sido buenos agitadores y peligrosos aventureros, pero son malos políticos. La batalla política la ha ganado el Estado de derecho del Estado español. Dicho de otra manera, el Estado se ha apoyado en el Estado de derecho, constituyente fundamental de la democracia, mientras que el Gobierno independentista de la Generalitat ha hecho de la vulneración del Estado de derecho, crimen político de lesa democracia, el ariete de su insensato proyecto. La partida estaba condenada al fracaso. Al plantear un pulso al Estado, en lugar de un pulso al Gobierno español para forzarle dentro de la legalidad a una negociación sobre las reclamaciones razonables de Cataluña, los soberanistas han perdido toda legitimidad y se han enajenado comprensiones y apoyos dentro y fuera de España.

Habrán sido buenos agitadores y peligrosos aventureros, pero son malos políticos. La batalla política la ha ganado el Estado de derecho del Estado español

La pregunta insidiosa de Carles Puigdemont, "¿Está dispuesto el Estado a recurrir al uso de la fuerza?”,  tiene que invertirse: "¿Está dispuesto el Gobierno independentista de la Generalitat a recurrir a la fuerza para imponer la independencia de Cataluña?". La respuesta es no, entre otras muchas razones porque no dispone de la fuerza y porque las gentes en la calle y los agitadores vocingleros solo se plantean el desafío como una fiesta y como el juego de tensar la cuerda, y no como un riesgo personal. Una insurrección es algo más que palabrería y juego, es arriesgarlo todo, el físico y la hacienda. El Estado no necesita recurrir a la fuerza, le basta con apelar al Estado de derecho, sin que ello comporte el "uso de mecanismos impropios en un país democrático", como interpreta esa apelación Jordi Sànchez, el locuaz presidente de la ANC. "No habrá marcha atrás", dice, luego insurrección o nada. Desde el Estado, nada para el secesionismo; para los catalanes, todo lo asumible por la Constitución.

El anuncio en enésima comparecencia solemne de la fecha y la pregunta del pretendido referéndum certifica, por si hubiera alguna duda, quién es el responsable primero del surrealista conflicto actual. Y lo confirma la patética entrevista televisiva del pasado domingo por la noche al dúo presidencial ratificándose en su intención de celebrar un referéndum sin cobertura legal ni garantías democráticas; entrevista que afloró todo el retorcimiento y la inanidad de los máximos dirigentes políticos de la aventura independentista, incapaces de responder con un mínimo de coherencia a la contenida presión de Vicent Sanchis, el director áulico de TV3.