Si el libro preferido de los alemanes es la Ley Fundamental o Constitución, la institución más respetada de los alemanes es el Tribunal Constitucional Federal (TCF), instalado en 1950 en Karlsruhe, ciudad de provincias de unos 300.000 habitantes. El “libro” y la “institución” han ayudado a forjar la Alemania de hoy. Es mérito de ambos y, por supuesto, del pueblo alemán que los hizo suyos y los ha defendido.

A grandes rasgos, la acción interpretativa de la Ley Fundamental del TCF –compuesto de dos salas de ocho magistrados cada una, nombrados por doce años, sin renovación– se ha centrado en los aspectos comunes a sociedades democráticas avanzadas de Europa, pero haciéndolo con un espíritu particular que ha conferido a sus sentencias ese plus conformador continuo de la sociedad alemana que caracteriza al TCF.

Su jurisprudencia sobre la continuidad de la unidad de Alemania por encima de la coyuntura de la ocupación militar y de la división en dos Estados facilitó la recuperación de la unidad alemana en 1990. En un orden conexo con la concepción de la unidad, el TCF ha negado que Baviera tuviera derecho a celebrar un referéndum de autodeterminación –“el poder constituyente reside en el pueblo alemán”–, disolvió en 1952 el Partido Socialista del Reich y en 1956 el Partido Comunista de Alemania al estimar que por sus fines ponían en peligro la existencia de la República Federal de Alemania –la ANC de aquí, cuyos fines programáticos apuntan directamente contra la integridad territorial de España, no pasaría la criba del TCF–, y ha confirmado que los funcionarios públicos y quienes se postulan para ejercer un cargo público deben acatamiento y fidelidad a la Constitución como garantía de lealtad al Estado de la unidad alemana.

El TCF ha construido una sólida doctrina sobre los derechos fundamentales, que no son sólo derechos subjetivos del ciudadano frente al poder público, sino que los ha confirmado como “elementos de un ordenamiento objetivo” “específicamente judiciables”, desbordando, en ocasiones, la mera interpretación de la Ley Fundamental para asumir un papel de “legislador supletorio”, función opinable pero que explica su popularidad al constituirse en “amparo” real del ciudadano alemán.

El TCF ha garantizado la preservación de las bases del Estado de bienestar no tratando de construir en forma directa una realidad social distinta a la realmente existente, labor constitucionalmente imposible en una sociedad democrática y plural, sino “dinamizando el principio del Estado social” desde la jurisprudencia.

Nadie cuestiona la autoridad jurídica y moral del TCF. En Alemania sería absolutamente impensable una resolución como la del 9 de noviembre de 2015, anulada por nuestro TC el 02.12.2015, por la que el Parlamento de Cataluña reiteró que la “Cámara y el proceso de desconexión democrática del Estado español no se supeditarán a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional, que considera falto de legitimidad y de competencia”. Semejante (des)propósito se situaría en Alemania en  el terreno de la “alta traición”.

Mientras en Alemania a las puertas del 70 aniversario del funcionamiento del TCF se debate sobre el constitucionalismo del siglo XXI, en nuestra circunstancia de Cataluña tenemos como tarea principal, impuesta por la contumacia del absurdo independentista, elevarnos por encima de la paralizante distracción de falacias como la “autodeterminación” de Torra y Junqueras.