La querella lingüística centrada en la educación es una bendición para el independentismo nacionalista y para la derecha del otro nacionalismo. La amenaza de un conflicto lingüístico es un guadiana permanente de la política catalana de alta rentabilidad electoral para los extremos, o eso les parece; en todo caso, sin tener presente las consecuencias que pudieran derivarse para el país de hacerse realidad sus deseos. Y si en la disputa interviene la justicia, mejor todavía.

Hace un año, cuando también se estaban negociando presupuestos en el Congreso, ERC convenció al PSOE para introducir en la ley Celaá una rectificación a la pretensión de la ley Wert de considerar el castellano como lengua vehicular en la enseñanza de todas las comunidades. Un precepto contrario al Estatuto introducido por el PP para dar satisfacción a una uniformización obsoleta. El resultado de aquella negociación fue la substitución de la referencia vehicular por el propósito de garantizar el aprendizaje del castellano sin modificar el carácter vehicular del catalán en el sistema educativo de Cataluña, decidido por el Parlament. A ERC le pareció bien la fórmula de los socialistas, calcando casi una resolución congresual del PSC.

El Tribunal Supremo acaba de ratificar una sentencia del TSJC que fija en un 25% el porcentaje de castellano exigible para asegurar aquella garantía de la ley orgánica. Digamos que el TS y el TSJC avalan la ley Celaá frente a la ley Wert en esta materia, en línea con lo que el Tribunal Constitucional dijo en su día. La inmersión lingüística sigue vigente con la obligación, ahora judicial, de atender la pluralidad; el castellano no es vehicular en el sistema educativo catalán y los padres que están en desacuerdo con la ley de educación del Parlament deberán aceptar que el 25% es el tope establecido por los jueces a los que han recurrido.

La fijación de un porcentaje por parte de la justicia para cumplir un objetivo definido por la legislación no es un buen síntoma del estado de salud de la política. Por una parte, subraya la incapacidad de los gobernantes de concretar la materialización de sus propias leyes y, por otra, complica la vida a los docentes al disminuir su margen de interpretación de las condiciones sociolingüísticas del entorno de cada centro para aplicar más eficazmente la ley. Pero ya hemos llegado aquí y ahora habrá que ver cómo cada uno lo asimila .

El sistema educativo se adecuará a la exigencia con mayor o menor resistencia, porque probablemente hay muchos centros que respetan la pluralidad sin que ningún juez les haya tenido que obligar. Las escasas denuncias que han sustentado la judicialización confirmarían la hipótesis de una escuela que está mucho más cercana a la realidad del país de lo que unos y otros denuncian. El Gobierno de Pedro Sánchez ya ha hecho saber que están donde estaban, en la ley Celaá. Por el contrario, la reacción en caliente del gobierno catalán anuncia la reedición de la aventura épica que suele acabar en los tribunales como paso previo al ingreso en el panteón de los inhabilitados.

La decisión del TS de dar por definitiva la sentencia del TSJC llega con la puntualidad de la lluvia de maná que el independentismo necesita para sobrevivir. El espectáculo de desconfianza ofrecido por ERC, Junts y la CUP el pasado lunes en el Parlament presagiaba un recrudecimiento de su habitual tensión política y personal. Pero el TS será un bálsamo. Desde el presidente de la Generalitat al más díscolo y cabreado dirigente independentista, pasando por el titular de Educación, Josep González Cambray, todos han llamado a la tranquilidad a la comunidad educativa: el gobierno va a desobedecer.

Hace unas semanas, para algunos soberanistas el catalán parecía en peligro porque la inmersión había consolidado el bilingüismo; desde hace unas horas, la adecuación de esta inmersión a la pluralidad lingüística matará definitivamente al catalán. Probablemente, el catalán sobrevive gracias a la inmersión escolar sin que esta normalización haya puesto en peligro al castellano. No se intuye ninguna apocalipsis lingüística.

Ninguna de las dos lenguas mayoritarias de las muchas que se hablan en Cataluña va a extinguirse, seamos optimistas. Pero esto no es el fondo de la cuestión que mueve a la desobediencia, de momento verbal y epistolar del gobierno catalán. La reacción unánime de todos ellos se explica por la urgencia de recuperar la fraternidad independentista frente al enemigo exterior maltrecha por la crisis del presupuesto. La excepcionalidad política nacida de la desobediencia y la judicialización (o viceversa), retroalimentadas continuamente hasta alcanzar un simbiosis perfecta, es la única circunstancia que les permitirá prolongar la legislatura. Hasta donde puedan, tampoco hay que exagerar el efecto milagroso de la excepcionalidad.