Han caído y caerán ríos de tinta sobre la dimensión jurídica de la inmersión por más que cualquiera que se acerque al tema con rigor aprecie con nitidez su carácter ilegal. El alud de decisiones judiciales, al margen del auto relativo a la ejecución forzosa, así lo atestigua. La Ley Celaá no cambia nada, por la sencilla razón de que jamás podrá ser interpretada en contra de la jurisprudencia constitucional. 

No obstante, la explicación y defensa de las resoluciones judiciales que han puesto fin a este atropello --que atribuye derechos a las lenguas y se los hurta a las personas-- sigue siendo imprescindible, dada la complejidad del tema y la dimensión del aparato propagandístico del nacionalismo.

Ahora bien, a mi juicio, la batalla del relato en su vertiente jurídica ha de ir acompañada de una denuncia implacable del carácter también inmoral de la inmersión lingüística obligatoria para los castellanohablantes, que es como debería llamarse (con todas las letras) a esta práctica excluyente, sin parangón en las democracias europeas.

La inmersión es inmoral porque con ella se instrumentaliza a los menores colocándolos al servicio de una causa política identitaria que entiende la lengua como un eslabón esencial para la uniformización ideológica. Los mismos que dicen que la escuela catalana (en lengua y contenido) no se toca, que ponen el grito en cielo porque los niños hablan español en los momentos de recreo, son los que los situaron en el foco del 1 de octubre al convertir los centros educativos en colegios electorales y favorecer las arengas políticas en los patios. Uno se pregunta qué no sucedería en las aulas...

La inmersión es inmoral porque, con la expulsión de miles de docentes y las trabas para que vengan a Cataluña otros muchos, ha contribuido a articular un cuerpo de maestros y profesores con un marcado sesgo ideológico, claramente al servicio del poder nacionalista, donde los más movilizados, que son muchos --basta ver el perfil de los sindicatos mayoritarios-- silencian al resto. ¿Cómo, si no, explicamos el esperpento de la entrega simbólica de las llaves de los centros educativos a Puigdemont para la organización del referéndum ilegal o la carta de más de 600 directores a la Comisión Europea reclamándole "solidaridad y afecto hacia los 893 heridos de los tristes hechos del 1-O"? 

La inmersión es inmoral porque se ha articulado en contra de la realidad social de Cataluña y ha amparado el acoso a familias que reclamaban una escuela bilingüe en una sociedad bilingüe. Recordemos a Ana Moreno, la madre de Balaguer, explicando el boicot a su negocio en el Parlamento Europeo.

La inmersión es inmoral porque sus adalides han tenido y tienen la increíble desfachatez de llevar a sus hijos a centros bilingües y trilingües, desplegando simultáneamente una estrategia propagandística basada en falacias tan delirantes como que el nivel de español de los niños catalanes (con dos o tres horas de clase a la semana) es superior al de los del resto de España cuando, para colmo, no existe ninguna prueba común que permita realizar esa afirmación. 

¿Recuerdan aquello de que "en adelante, de ética y moral hablaremos nosotros"? Pues toca desmontar aquella infamia.