“Queda claro que el pactismo mágico no sirve de nada”, tuiteó Carles Puigdemont a propósito de la decisión del Tribunal Supremo de mantener la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que obliga a impartir un 25% de las horas de clase en castellano en las escuelas catalanas. En su mensaje, Puigdemont mezclaba justicia y Gobierno, sin distinguir la separación de poderes, al asegurar que “España lleva siglos intentando liquidar el catalán”, y aprovechaba para reivindicar “la independencia que proclamamos”.
Mientras el expresidente de la Generalitat lanzaba esa indirecta a Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el portavoz de este partido en el Congreso, Gabriel Rufián, conseguía que la futura ley audiovisual obligue a las plataformas audiovisuales a incluir un porcentaje de su oferta en las lenguas cooficiales españolas: catalán, gallego y euskera. O sea, que el “pactismo mágico” sí que sirve para algo.
El acuerdo de ERC con el Gobierno establece que del 30% de las producciones que emitan las plataformas que deben ser europeas, la mitad (el 15%) tienen que ser en cualquiera de las lenguas oficiales del Estado español y, a su vez, de ese 15%, el 40% tiene que ser en lenguas cooficiales distintas del castellano (catalán, gallego y euskera), lo que equivale al 6% del total.
Frente a este avance, que algunos han vendido como una “cesión” del Gobierno cuando la lógica de un Estado plurinacional indica que ese reparto entre las lenguas oficiales se debía dar por descontado, la bronca se ha centrado en la resolución del Supremo sobre la inmersión lingüística. Ni siquiera es una sentencia, porque lo único que ha hecho el alto tribunal es no admitir a trámite el recurso de casación de la Generalitat contra la sentencia del TSJC de diciembre del 2020 que fijaba un porcentaje del 25% de castellano en las horas de clase de los colegios catalanes. Con la inadmisión del recurso se convierte en firme la sentencia del TSJC.
Como siempre ocurre con la inmersión lingüística, la polémica, llena de exageraciones y falacias por ambas partes, está servida. No faltan las denuncias de “un nuevo ataque al catalán” o las apelaciones a que “el catalán en la escuela no se toca”, como si la supervivencia de la lengua catalana dependiera de un porcentaje de castellano en las escuelas. La inmersión lingüística se implantó hace décadas con un gran consenso político y social, que todavía se mantiene con matices, pero con el tiempo se ha convertido en un dogma y en un tabú del que no se puede discrepar a riesgo de ser enviado al infierno.
Pero la experiencia de estos años señala que la inmersión obligatoria en catalán puede flexibilizarse, como reclamaba el PSC en noviembre de 2019 en la ponencia marco que se presentó en el congreso del partido, que denunciaba la “instrumentalización” de la lengua catalana por parte de los nacionalistas, “especialmente en la escuela”, y reclamaba “flexibilidad” de acuerdo con la diversidad y la “realidad sociolingüística”.
Más significativa aún fue la iniciativa surgida durante la anterior Conselleria de Educación, dirigida por Josep Bargalló (ERC). Nada sospechoso de atacar al catalán, Bargalló defendía la flexibilidad contenida en un documento oficial que se pronunciaba por un refuerzo del castellano en los centros escolares donde el catalán ya tenía un fuerte arraigo. El documento, titulado El modelo lingüístico del sistema educativo en Cataluña. El aprendizaje y el uso de las lenguas en un contexto educativo multilingüe y multicultural, nunca fue aplicado y debe dormir en un cajón porque el sucesor de Bargalló, Josep González-Cambray, ha radicalizado la política lingüística. Ahora ha enviado una carta a los directores de los colegios para que no cambien nada y ha declarado que la Generalitat no acatará la decisión del Supremo, una postura taxativa que ha sido criticada por la exconsellera de Educación neoconvergente Irene Rigau.
Uno de los argumentos para mantener intacta la inmersión es que refuerza la cohesión social y no segrega a los alumnos. Pero la cohesión social depende efectivamente de que los escolares no sean separados por clases, unas es catalán y otras en castellano, de que no haya una doble red escolar. Ahora bien, no se entiende muy bien por qué la cohesión social sufriría en el caso de una inmersión flexible en la que convivieran catalán y castellano, independientemente del porcentaje, en las mismas aulas.
En plena polémica por la inmersión, quizá habría que valorar qué es más decisivo para la supervivencia de la lengua catalana, si negarse a introducir un porcentaje de castellano en la escuela o el doblaje de las producciones al catalán en las plataformas audiovisuales como Netflix o HBO, lo que ERC acaba de obtener en sus negociaciones con el Gobierno.