La aprobación del Ingreso Mínimo Vital por parte del Gobierno de España es una de las medidas sociales más importantes desde la puesta en marcha, en el año 2006, de la conocida como Ley de Dependencia. Una medida cuyo objetivo es asegurar los ingresos mínimos a más de 850.000 familias que están en situación de exclusión social. España era uno de los pocos países europeos que todavía no había legislado una medida fundamental para reducir las desigualdades. Cada país, como es obvio, la adapta a su mercado laboral, a su sistema de protección o al resto de prestaciones existentes.

En el caso de España, considero que hay algunos aspectos que destacar de la nueva iniciativa. En primer lugar, que el objetivo final de la prestación debería ser dejar de cobrarla, en tanto en cuanto las familias receptoras hayan podido transitar desde la exclusión a la incorporación al mundo laboral. De ahí que la prestación oscile, en función de los miembros de la unidad familiar, desde los 462 euros a algo más de 1.000 euros, sin rebasar el Salario Mínimo Interprofesional. La incorporación al mundo laboral debe ser una prioridad, no solo porque quien recibe una prestación no cotiza, sino porque el trabajo sigue siendo uno de los ejes fundamentales para el desarrollo personal y comunitario, y un elemento fundamental para el sostenimiento del sistema social. Es positivo que el Ingreso Mínimo Vital comprometa a sus beneficiarios a la búsqueda activa de empleo o a itinerarios formativos. Además, incorporar que las empresas privadas reciban un “sello social” por activar laboralmente a quienes la reciben es, sin duda, una excelente iniciativa.

En segundo lugar, el carácter federal del Ingreso Mínimo Vital. Hace años que diversas comunidades autónomas cuentan con prestaciones similares, pero con niveles de cobertura y gestión muy diferenciados. Mientras el País Vasco se ha consolidado como una de las comunidades que roza la excelencia en la gestión (por su capacidad de ingresos y de unificación de plataformas informáticas), otras se han caracterizado por lo contrario, como es el caso de Cataluña, donde su Renta Garantizada de Ciudadanía solo llega a una de cada diez personas que la necesitan, con un reglamento aprobado tres años más tarde de su puesta en marcha y con un elevado nivel de denegaciones fruto del laberinto burocrático diseñado a tal efecto. Estas prestaciones autonómicas son subsidiarias al Ingreso Mínimo, lo que permitirá aliviar las cuentas de las comunidades, que ahora verán cómo el Estado asume una parte importante de las cuantías, pudiendo redirigir esos recursos a complementar a más familias, incrementar sus rentas de suficiencia o a reforzar a colectivos especialmente vulnerables. Será necesario rediseñar esas ayudas para adaptarlas a la nueva prestación estatal.

El Ingreso Mínimo Vital no evitará que haya familias pobres. En un mercado laboral precario, inestable y con sueldos bajos, encontramos familias pobres que trabajan, para las cuales la nueva prestación puede complementar sus salarios. Pero sí permitirá tejer una última red antes de caer en la exclusión garantizando unos mínimos de vida digna que permitan atender al pago de servicios y bienes básicos.

Capítulo aparte merece la posición de algunos partidos de derecha y extrema derecha ante esta nueva prestación. La teoría de que el Ingreso Mínimo Vital desincentivará la búsqueda de empleo ha quedado desmentida por el comportamiento de estas prestaciones en otros países europeos, pero también por los datos de las propias comunidades autónomas --algunas gobernadas por la derecha-- y que cuentan con prestaciones similares.

Por otro lado, la teoría de que es un gasto excesivo e innecesario la defienden aquellos que desconocen que hoy en día los servicios sociales locales ya destinan cuantías importantes a garantizar algunos ingresos a estas familias. El Ingreso Mínimo Vital puede ayudar a una cierta reordenación de prestaciones existentes y a una cierta mejora de la eficacia del sistema. Y finalmente porque, aunque a las derechas les cueste mucho asumirlo, la pobreza no desaparece por sí sola, no se volatiliza. Tal vez ellos no quieran verla y prefieran ignorarla, pero tener grandes bolsas de pobreza incide directamente en el desarrollo económico y social de un país, y ataca directamente a un valor esencial como es el de la igualdad de oportunidades.

Nuestro sistema de protección social ha tenido desde su creación una discreta incidencia en las familias de menor renta. Somos uno de los países de la Unión Europea con las mayores tasas de pobreza y con uno de los sistemas de protección social que menos reduce la desigualdad. Para combatir la pobreza es necesario hacer un cambio estructural, y en el cambio el Ingreso Mínimo Vital es una pieza clave, no solo porque inyecta capacidad económica a las familias más empobrecidas, sino porque se configura como un elemento fundamental para luchar contra la pobreza infantil, una lacra que no podemos permitirnos si queremos presentarnos ante el mundo como una sociedad plenamente desarrollada. 

Celebro que el Ingreso Mínimo Vital venga para quedarse. No era el momento de hacer una prestación temporal. Ya antes del Covid-19, la pobreza existía. Efectivamente, el paso de la pandemia ha acelerado lo que ya era un compromiso del Gobierno de España. Recuerdo asistir a las primeras reuniones en la sede del PSOE en Madrid, lideradas por la exministra María Luisa Carcedo, que ya en el año 2015, nos mostraba los primeros trazos del Ingreso Mínimo Vital. Años más tarde, y gracias al acuerdo programático entre el PSOE y Unidas Podemos, es una realidad. España avanza decididamente hacia el refuerzo de su sistema de protección social, la justicia social y la igualdad de oportunidades.