Los sucesos acaecidos en Cataluña en 2017 se produjeron dentro de una democracia avanzada, reconocida internacionalmente y en el marco de una Constitución no militante que nunca ha negado el derecho a defender ideas que vayan contra ella, incluyendo la posibilidad de cercenar la integridad territorial de España. Una Carta Magna que tiene, además, diáfanamente dispuesto su procedimiento de reforma. Nunca ha habido, pues, una causa general contra el independentismo, como bien lo prueban la legalidad de sus partidos y los últimos gobiernos catalanes constituidos.

Desde esa perspectiva, creo que es poco discutible que el secesionismo catalán intentó la separación de Cataluña de forma absolutamente ilegal que tan solo podía dar dos resultados diametralmente opuestos: o quedaba constituía una república catalana reconocida por la legalidad internacional, o los responsables del intento de conseguirla fracasaban y eran puestos por el Estado de Derecho a disposición de los tribunales de justicia. Es decir: o conseguían una estatua en la Plaza de San Jaume o se sentaban en el banquillo de los acusados.

Todos sabemos que lo segundo fue lo que aconteció. Y es notorio, igualmente, que con ello el Estado demostró su fortaleza basada en la ley, así como la democracia española su capacidad de resiliencia y su madurez. Tras un juicio con una publicidad digna de elogio, fue la justicia la que dictaminó la culpabilidad de la élite política secesionista que probadamente había conculcado la ley. No hay políticamente entonces posibilidad de activar una amnistía que vendría a decir que no existió ningún delito, que todo estuvo dentro de la legalidad y que la magistratura española tuvo una actuación prevaricadora propia de un régimen autoritario. Y eso lo saben bien los dirigentes secesionistas, que realizan la petición de amnistía por razones estratégicas para la posible negociación con el gobierno, pero con el pleno convencimiento de que es un imposible en las actuales circunstancias.

Ahora bien, mostrada la entereza del Estado de Derecho que da seguridad a toda la ciudadanía de que todos somos iguales ante la ley, dictada por la justicia la pena y cumplida una parte de ella por los sentenciados, sí que cabe aplicar la legalidad para desde la política utilizarla por parte de quien tiene legitimas atribuciones si considera que es en beneficio público de los ciudadanos. A diferencia de la Justicia, esa es la verdadera esencia de la Política: tratar de solucionar los problemas desde la práctica política sin incumplir la legalidad. Y aunque no sea experto en cuestiones judiciales, sí parece evidente que el presidente del gobierno de España está facultado para tomar una decisión de indultar a un ciudadano (parcial o totalmente), aunque no cuente con la opinión favorable del Tribunal Supremo, que como se sabe es preceptiva pero no vinculante.

Es obligación deontológica de un presidente español tratar de buscar solución a los grandes problemas que se plantean en España. Y entre ellos resulta indiscutible que el embate independentista está entre los más importantes. Y como historiador que conoce algo la historia de las relaciones entre Cataluña y el resto de España, y como catalán que conoce algo la realidad política, identitaria y sentimental de Cataluña, no tengo dudas en que una muestra de magnanimidad por parte del gobierno que representa a la democracia española, en nada perjudicará a la solidez de la misma y sí que en cambio abrirá algunos caminos de diálogo con mayores posibilidades de éxito. Y creo que lo hará porque demostrará a una parte de la opinión pública catalana que no hay ninguna causa general y que lo que se hace es arriesgar gestos de conciliación para transitar los caminos de un deseado acuerdo dentro de la ley.     

Se argumenta, no sin parte de razón, que resulta moral y políticamente difícil dar un indulto a quienes no lo piden, a quienes no se arrepienten y a quienes, en algunos casos, dicen que lo “volverán a hacer” (retórica genérica para el consumo interno del secesionismo ante el miedo cerval a quedar como traidor ante los más radicales). Pero creo sinceramente que es un momento para la gran política de Estado sin que ella lesione a la legalidad. Y por eso es una estrategia acertada que se dispongan indultos individuales por parte del gobierno español para facilitar que el separatismo pueda articular también un mayor realismo pragmático que anule las visiones falaces, ficticias y fantasiosas que nublan el juicio de su sector más irredento. Una decisión que estoy convencido que siendo pertinente y necesaria puede comportar seguramente un coste electoral al actual presidente del gobierno al que le sería mucho más fácil mantenerse como un don Tancredo con unos presupuestos aprobados.

¿Y si mostrada esa generosidad que busca crear espacios de concordia mañana volvieran a producirse los mismos acontecimientos? Pues aparte de que estoy muy convencido de que eso no pasará, y de que buena parte del secesionismo sabe de sobras que no puede pasar, en el caso de que pasara el Estado y la democracia española estarían nuevamente legitimados para volver a hacer también lo mismo. Eso sí, con el valor añadido, si cabe, de que su actuación se visualizaría ante la opinión pública internacional de forma muy positiva mientras que la del secesionismo sería por el contrario muy negativa.

Creo que los indultos pueden contribuir a poner al independentismo en el camino inexorable de la legalidad y cercenar en cambio las tentaciones irreales y antidemocráticas de volver a la unilateralidad. Y eso lo sabe muy bien la Asamblea Nacional Catalana. Por eso se niega a que se acepten los indultos por considerarlos una maniobra que va a la contra de su máxima aspiración estratégica. A saber: que la herida siga siempre abierta para practicar el consabido matrimonio de agravio con victimismo y presentar arteramente a España como una realidad siempre opresora con Cataluña, precisamente dos de sus principales bazas para la movilización ciudadana y del voto.

No tengamos miedos paralizantes ni actuemos visceralmente azuzando el frentismo. Seamos cumplidores de la ley, pero sin olvidar que la política de los gobiernos no es la actuación de los tribunales de justicia. Y ahora es el momento de hacer política de Estado con mayúsculas y no de cometer nuevamente la inmensa equivocación de volver a recoger firmas para conseguir réditos electorales a corto plazo. Actuación que aviso que será otra vez muy perjudicial para los que defendemos la unidad de España en Cataluña.

En suma, estamos ante una tesitura en la que la ética de los principios debe dialogar con la ética de las responsabilidades. Y eso también afecta a mis compatriotas independentistas que no deberían seguir encapsulados presa del error quimérico de pensar que, con la mitad de los catalanes en contra de sus ideas, una inmensa mayoría de los españoles sintiendo a Cataluña como propia y un concierto internacional plenamente hostil, derrotarán al Estado de Derecho español hostigándolo mediante la desobediencia y la unilateralidad. Eso ya sabe la elite dirigente secesionistas que no va a funcionar.

Indultar no es reparar una venganza inexistente. Indultar no es pedir perdón al indultado. Indultar no significa anular su delito ni olvidar los desafueros que haya podido cometer. Indultar es facilitar el tránsito de un mal pasado hacia un futuro mejor que desea conseguir la conciliación, la concordia y la cohesión social entre los catalanes, fortalecer a la democracia española, mejorar la participación de Cataluña en España y continuar compartiendo todos juntos el solar hispano.