Una de las características del procés ha sido la diferencia entre lo que se decía en público y lo que se confesaba en privado. Hay muchos ejemplos, que además fueron ratificados al desvelarse los pinchazos telefónicos a los impulsores de la vía hacia la independencia de Cataluña. En las conversaciones se vio que reconocían en privado que nada estaba preparado y que la independencia era imposible, mientras en público azuzaban la secesión.

Ha vuelto a ocurrir después del 21D con las idas y venidas sobre la investidura de Carles Puigdemont. En realidad, salvo el núcleo duro del entorno del expresident, fortificado en una parte de Junts per Catalunya (JxCat), el PDeCAT y ERC deseaban que el Gobierno de Mariano Rajoy y el Tribunal Constitucional (TC) les ahorraran tener que investir a Puigdemont porque sabían y saben que era imposible que el exiliado de Bruselas pudiese gobernar Cataluña. En público aseguraban lo contrario, naturalmente, apuntándose al legitimismo de Puigdemont, pero deslizaban comentarios que no podían ocultar lo que pensaban. Por ejemplo, cuando el presidente del Parlament, Roger Torrent, afirmaba que Cataluña necesitaba un Gobierno que pudiera ejercer desde el minuto uno, o cuando el portavoz de ERC, Sergi Sabrià, concluía todas sus declaraciones reclamando la investidura de Puigdemont con coletillas del tipo: pero a él le toca decidir cómo se le elige, etcétera. Lo mismo se puede afirmar de representantes del PDeCAT.

En realidad, el PDeCAT y ERC deseaban que el Gobierno de Mariano Rajoy y el Tribunal Constitucional les ahorraran tener que investir a Puigdemont

Por eso la resolución del TC que impide la investidura a distancia de Puigdemont es un alivio para los partidos independentistas que no compartían la estrategia suicida del expresident, aunque las reacciones puedan ser de indignación para que no se diga. De momento, anoche, Puigdemont intentó capitalizar la decisión que, sin embargo, impide prácticamente su elección. Después de la opinión contraria del Consejo de Estado y de los letrados del TC, el alto tribunal se enfrentaba a una decisión peliaguda. Como defendían el órgano consultivo, los letrados y hasta el ponente Juan Antonio Xiol, el TC no podía admitir a trámite el recurso del Gobierno por un hecho que no había aún sucedido, es decir, una impugnación preventiva, porque contradecía toda la jurisprudencia anterior.

El debate duró seis horas y al final se logró la unanimidad con una inteligente solución intermedia: el TC no se pronuncia aún sobre el recurso, pero adopta la medida cautelar de suspender la investidura si se pretende efectuar a distancia. No se anula la candidatura de Puigdemont, que sigue gozando de sus derechos políticos, pero se exige su presencia en el Parlament, como ya habían establecido también el Consejo de Estado y los letrados de la Cámara catalana. El TC impide también el voto delegado de los diputados huidos, que no pueden ser equiparados a los presos porque si están en Bruselas es porque ellos lo han querido.

¿Intentará Puigdemont acceder al Parlament? Lo más probable es que no, aunque su actuación es de lo más imprevisible y solo está guiada por la obsesión de restituir lo que el artículo 155 --y su decisión de no convocar las elecciones cuando podía hacerlo, no se olvide-- truncó. Puigdemont es capaz de cualquier cosa porque está desatado y dispara a todo lo que se mueve: uno de sus últimos tuits iba dirigido contra Caixabank y ha irritado profundamente a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.

¿Dónde están las condenas de los medios independentistas tras esta muestra de intolerancia y de violencia gratuita que ha sido el ataque a Crónica Global?

Desde que el Gobierno cambió de criterio y decidió impugnar la investidura --el mismo miércoles Rajoy aún decía que había que esperar a que los actos se celebrasen para recurrirlos--, hemos escuchado en Cataluña un sinfín de barbaridades, desde “golpe de Estado” y “situación arbitraria propia de dictaduras” (Eduard Pujol, portavoz de JxCat y último director de RAC1) hasta “fraude de ley” (Roger Torrent), además de las habituales afirmaciones de que España no es un Estado de derecho. Sin embargo, quienes protagonizaron los bochornosos plenos del Parlament del 6 y 7 de septiembre desoyendo al Consell de Garanties Estatutàries (nuestro TC) y a los letrados del Parlament no son los más indicados para reprochar nada.

Lo que sucede es que aquí cada uno está en su trinchera y solo denuncia la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio. Cuando lo hacemos nosotros es democrático y cuando lo hacen los del otro bando es dictatorial, aunque se trate de lo mismo. Y viceversa.

La política de las trincheras ha llegado también al tratamiento de la violencia, esa que, según los propagandistas de la “revolución de las sonrisas”, no existe. Los actos violentos de los militantes independentistas son disculpados o minimizados, mientras cualquier actuación de los aparatos del Estado es descalificada como si fuera la peor de las tragedias. Las cargas policiales del 1-O fueron lamentables, sobre todo porque se ejecutaban contra el simbolismo de personas pacíficas votando (aunque la votación fuera ilegal), pero tan lamentable fue el desalojo de la plaza de Cataluña de pacíficos manifestantes del 15-M por los Mossos d’Esquadra cuando dirigía la conselleria Felip Puig, y eso solo lo recuerdan los no independentistas o los comunes.

El infame ataque por parte de los cachorros de la CUP --Arran-- de las instalaciones de Crónica Global es otro ejemplo. ¿Dónde están las condenas de los medios independentistas tras esta muestra de intolerancia y de violencia gratuita?